LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
(RB 53-05)
Concluida la exposición sobre los huéspedes, parece que San Benito fue añadiendo una serie de normas fruto de la experiencia. La hospitalidad en nuestros monasterios no está exenta de problemas y se deben afrontar para evitar que se estropee. Así nos dice: La cocina del abad y de los huéspedes sea independiente, a fin de que los forasteros, que nunca faltan en el monasterio, al presentarse a horas imprevistas, no perturben a los hermanos. Cada año se destinarán a esta cocina dos hermanos que cumplan bien el oficio. Si lo necesitan, se les ha de procurar ayudantes, para que presten sus servicios sin murmurar, y, en cambio, cuando estén menos ocupados, vayan a trabajar adonde se les mande. Y no sólo en éste, sino también en todos los demás servicios del monasterio, se observará esta norma: cuando tengan necesidad de ello, se les proporcionarán ayudantes, y, en cambio, cuando estén libres, obedezcan en lo que se les mande.
Nos habla de tener una cocina aparte para los huéspedes. ¿Por qué dice eso San Benito? ¿Qué peligro ha visto que desea afrontar? Los huéspedes y caminantes se podían presentar a horas imprevistas, con el trastorno consiguiente que ello traía. Hemos de pensar que tras la caída del Imperio Romano todo se había hecho más inseguro. Los monasterios eran lugares donde uno podía pedir cobijo en su caminar. Las hospederías monásticas no se parecían demasiado a las actuales, donde se llama previamente por teléfono, se concreta qué día se quiere venir y si se puede, incluso se afina más y se indica la hora para que se le tenga preparada la comida o la cena. En el siglo VI todo era más a la aventura, todo era más imprevisible.
Eso generaba más inconvenientes y el patriarca de monjes no quiere que la comunidad se inquiete, pero tampoco desea que la acogida sufra menoscabo, debiendo recibir a los peregrinos con la mayor prontitud y delicadeza, como a Cristo. Por eso mismo quiere que en la portería haya un monje solícito que abra la puerta con diligencia al que llega. El mismo que nos dice que no debemos anteponer nada al Oficio Divino ni quebrantar la ley del silencio durante la noche, reconoce una excepción: los huéspedes, pues no se falta cuando se deja a Dios por Dios.
Cada comunidad se ha de adaptar a sus peculiaridades. En las comunidades pequeñas a veces nos vemos obligados a estar en la procesión y repicando al mismo tiempo, pero como esto es imposible y no podemos dejar de hacerlo, lo más sabio es que con suma paz alternemos una cosa y otra lo más diligentemente posible según las necesidades. Si en tiempo de San Benito alguien se tenía que quedar sin asistir al oficio para estar en la portería, hoy lo solucionamos a distancia con los telefonillos en caso de urgencia. Como no podemos tener dos cocinas, una para la comunidad y otra para los huéspedes, el cocinero y el hospedero se organizan para que todo se realice con orden, y si alguien llega a deshora, se le acoge con buenas palabras y se procura darle algo para que no esté de vacío, aunque tenga que esperar un poco. La comunidad no se inquietará si los encargados realizan su misión con diligencia, sin nerviosismos y sin protestas. Hay que acoger cálidamente sin perder la propia identidad.
San Benito quiere que por la cocina de la hospedería pasen varios hermanos y no les dé tiempo a acomodarse. El tener la experiencia de acoger “a cualquier hora” sensibiliza el corazón, pues se ejercita una obra de misericordia, pero al mismo tiempo puede alterar el ritmo de la vida monástica, por lo que es bueno cambiar cada cierto tiempo, o cuando se pueda. Esos hermanos deben tener ayuda cuando la necesiten y ser reclamados para otros menesteres cuando tengan poco que hacer. Esta norma es general para todos los cargos dentro de la comunidad, como ya vimos en el capítulo del cillerero y otros. Es algo que debiéramos tener presente. En una comunidad pequeña las necesidades se pueden multiplicar. Por eso debemos ser sensibles cuando pedimos ayuda y cuando la podemos ofrecer. Los pobres no tienen criados, así que procuremos entregarnos en nuestros trabajos, pidiendo sólo ayuda cuando verdaderamente la necesitamos. Si actuamos de ese modo, seguro que luego la recibiremos con agrado cuando se nos dé a nosotros. Aquellos a los que se les ha pedido ayuda procuren pensar que siempre se pide con razón, salvo que la evidencia diga lo contrario. Nuestra tendencia natural es pensar que nosotros trabajamos más que los demás, que los demás piden ayuda con facilidad para no hacerlo ellos mismos, etc. Esos pensamientos hay que erradicarlos, aunque alguna vez tengan fundamento. Es mejor dejar que discierna el superior o el encargado del trabajo y mostrar nosotros nuestra entera disponibilidad sin murmuración. Así evitamos juicios errados, combatimos el propio ego y colaboramos a unas relaciones comunitarias más fluidas.
También es signo de pobreza y amor a la comunidad el ofrecerse cuando en nuestro cargo no tenemos mucho trabajo, sin esperar a que nos pregunten o nos lo manden. Aquí se ve con claridad el camino interior de cada uno. El que elige ser pobre lo es por opción, no por imposición. Es un gran peligro hacer de nuestros cargos pequeños feudos. Quien eso hace no puede crecer en el conocimiento de Dios, pues nunca tendrá un corazón de pobre. Igualmente quien no pueda realizar su oficio un día, por ejemplo por ir al médico, etc., él mismo debiera pedir ser suplido por el ayudante o el que realice también ese trabajo (cocineros, porteros, enfermeros, etc.), sin necesidad de dirigirse al abad para que sea él quien le busque la suplencia. Hay que mantener un orden en comunidad, no cabe la menor duda, pero muchas veces no pedimos ayuda porque nos humilla, parapetándonos en que hay un encargado que me la debe buscar. Bien sabemos que pedir ayuda exige un sacrificio para el que la solicita por ser un acto de humildad y para el que la tiene que dar por exigirle un trabajo extra, pero ambas cosas nos ayudan a vivir como pobres.
La hospedería se ha de confiar a un hermano cuya alma esté poseída por el temor de Dios. En ella habrá camas preparadas en número suficiente. Y la casa de Dios sea administrada sensatamente por personas sensatas. Quien no ha recibido mandamiento para ello, no se junte de ningún modo ni hable con los huéspedes; pero si se cruza con ellos o les ve, después de saludarles humildemente, como hemos dicho, y de pedirles la bendición, pase de largo, diciendo que no le está permitido hablar con ningún huésped.
Aquí vuelve a quedar de manifiesto el deseo de San Benito de que haya orden en todo, pues donde hay orden hay paz. La administración de la casa de Dios es algo muy serio, por ser la casa de Dios y porque la imagen de la comunidad que se da a la gente es a través de la hospedería y de la portería. La opinión que la gente tiene de una comunidad suele ser por el conocimiento que tiene de ella a través de los hermanos que más se relacionan con el exterior: abad, cillerero, hospedero, portero,… Éstos nunca deben perder de vista que actúan en nombre de la comunidad, por lo que su actuar debe ser especialmente cuidadoso y deben estar en comunión con el sentir de la comunidad. El hospedero no es quien acoge al huésped, sino que es la comunidad la que lo hace en su persona.
El hospedero debe ser una persona llena de Dios para que los huéspedes perciban claramente el sitio donde se encuentran. Un hospedero no es un simple recepcionista, ni un botones, ni un empleado de hostelería. Se trata de un monje hospedero, por lo que se espera de él que actúe como monje, que dé una palabra diferente, llena de la experiencia de Dios, que trate a la gente con la delicadeza exquisita del que sabe está recibiendo al mismo Cristo. Si esto no se diera, más valdría cerrar la hospedería, pues en cualquier hotel se recibe siquiera con buena educación. Ese celo en la acogida supone procurar que los huéspedes estén a gusto, sin que se olviden de dónde están, en un monasterio, donde la sobriedad y la espiritualidad van de la mano.
Y como ya he mencionado en otro lugar, la acogida supone un orden. Ese orden significa que hay unos hermanos encargados de la acogida para no perder nuestra dimensión monástica. Tanto los monjes como los huéspedes deben comprender eso, por lo que no se puede esperar que todos los monjes estén a su disposición. A veces eso se confunde con el “autismo”, la falta de acogida, etc., pero bien sabemos que no es nada de eso, sino de mantener el necesario equilibrio en la vida monástica, pues si se pierde, ya no se podrá encontrar lo que se ha venido a buscar en el monasterio.