LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
(RB 53-04)
El profundo sentido religioso de la acogida en San Benito se va a expresar con signos de gran humildad y delicadeza como la inclinación de cabeza o la postración en tierra, la invitación a orar y leer la palabra de Dios, el abrazo de la paz, ofreciendo a los huéspedes agua para las manos y los pies, como hiciera Jesús en el mandatum de la última cena. Así nos dice San Benito: En el mismo saludo deben mostrar la mayor humildad a todos los huéspedes que vienen o se van: con la cabeza inclinada o con todo el cuerpo postrado en tierra, adorarán en ellos a Cristo, que es a quien reciben. Una vez acogidos los huéspedes, se les llevará a orar, y después el superior, o aquel a quien éste mandare, se sentará con ellos. Leerán ante el huésped la ley divina, para que se edifique, y luego se le tratará con toda humanidad. El superior romperá el ayuno en atención al huésped, a no ser que coincida con un día de ayuno principal que no se pueda violar; pero los hermanos seguirán guardando los ayunos de costumbre. El abad dará aguamanos a los huéspedes, y tanto el abad como la comunidad entera lavarán los pies a todos. Después de lavárselos, dirán este verso: “Hemos recibido, ¡oh Dios!, tu misericordia en medio de tu templo”.
Quizá pudiéramos preguntarnos cómo realizamos nosotros hoy la acogida, dónde han quedado esos signos religiosos que menciona San Benito. Ciertamente que los tiempos cambian, y con ellos las costumbres, pero hay algo que debe permanecer. Probablemente el secularismo actual nos condicione también a nosotros fuertemente. La acogida en la Regla destaca por su dimensión religiosa. El riesgo actual es que a fuerza de mirar lo secular, de respirar lo secular, terminamos pensando y viviendo como lo secular. Si algo podemos ofrecer a los hombres es otra visión de la vida desde nuestra misma vida. No se trata de ser más o menos austeros, más o menos modernos o conservadores, sino de estar orientados desde otra dimensión, desde la realidad de Dios. Para ello necesitamos tomar distancia de ciertos valores que nos rodean. Quizá entonces resultemos “desconcertantes”, no por una rareza maniática, sino por la peculiaridad de una vida asentada en otros valores. Entonces nos brotará con naturalidad el ofrecer nuestra hospitalidad como un acto religioso con signos que así lo avalen. Obviamente no se trata de realizar literalmente ciertos modos antiguos que espantaría a los huéspedes, como el lavarles los pies o postrarse delante de ellos, pero sí otros que recibirían con edificación: el acogerlos con gran delicadeza, paciencia y atención; el no escuchar de nuestros labios chabacanerías ni superficialidades y sí palabras que denoten sensibilidad espiritual y presencia de Dios; el invitarles a orar con nosotros facilitándoles el poder hacerlo con los libros adecuados.
Nuestro monasterio BIC es peculiar, y seguro que no entraba en las previsiones de San Benito, por eso nosotros debemos saber dar soluciones nuevas. Es peculiar porque junto con los huéspedes se acercan a nosotros gran cantidad de visitantes. También ellos son merecedores de nuestra hospitalidad, pero una hospitalidad benedictina y no simplemente turística. De ahí la importancia que ya desde la portería descubran esa sensibilidad que debe caracterizar al monje. Si les acogemos con muestras de cariño, sin exteriorizar lo pesado que nos puedan resultar a veces; si el mismo portero sabe transmitirles algún mensaje espiritual con sus gestos, palabras y paciencia, haciéndoles sentirse a gusto, además de darles el folleto para que “sigan la flecha”; si cuando nos topamos con ellos les saludamos con muestras de afecto pero con sobriedad y brevedad; si no nos paramos con el primero que vemos para entablar una conversación que con frecuencia les puede desconcertar; si no estamos tan preocupados por decirles una y otra vez que no somos bichos raros, sino que nuestro breve saludo les transmite la imagen de una humanidad llena de amor y de misterio, entonces sí estaremos acogiendo según nos invita San Benito. Es muy importante para nosotros saber esto y vivirlo.
Las dificultades en la vida pueden ser causa de retroceso o de avance. Las caídas no importan tanto como la actitud que tengamos ante ellas. Cuando nos instalamos en el lamento por la adversidad, retrocedemos. Cuando sabemos afrontar las dificultades con originalidad, entonces crecemos y abrimos caminos nuevos. Los monjes estamos llamados a buscar a Dios en una soledad comunitaria. El turismo no favorece nuestra vida, es verdad, pero encauzado correctamente puede ser un buen medio evangelizador y una oportunidad para constatar que nuestra separación del mundo es algo querido y no sufrido. Un monje que transmita ser monje de mala gana, que manifieste que vive en el claustro porque no le dejan salir fuera, produce desconcierto y pena. La gente capta el mensaje que transmitimos.
Hay un “tic” que nos revela cómo es nuestra hospitalidad. San Benito nos dice que en todo huésped debemos ver a Cristo. Eso debiera bastar. No tienen lugar otras preguntas deseosas de saber quién es el huésped, cuál es su oficio, por qué ha venido, etc. Al hospedero, y a veces al abad, es a quienes corresponde saberlo. A todos nos debiera bastar el saber que es a Cristo al que acogemos y lo hemos de hacer de corazón, edificándolo con nuestra oración y nuestra vida. No nos preocupemos porque el huésped se vaya sin haber oído el timbre de nuestra voz. Si lo necesita, ya tendrá oportunidad de hacerlo.
San Benito nos dice que les demos el beso de la paz a los huéspedes. No se trata de que todos vayamos a besarles o a lavarles los pies, pero sí que se deben llevar la paz que vienen a buscar al monasterio. Esa paz no la podemos dar nosotros, sino que es Cristo quien se la da. Él actúa en lo profundo del corazón, y se vale de nuestra mediación. Ese beso de paz lo reciben los huéspedes cuando nuestra vida y oración les conduce al Dios de la paz. Si nuestras relaciones fraternas son pacíficas, engendran un halo de paz en la comunidad que se transmite, pudiendo recibir entonces aquella bienaventuranza: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”.
Nos sigue diciendo la Regla: Muéstrese la máxima solicitud en la acogida de los pobres y de los peregrinos, porque en ellos se recibe más a Cristo; que el respeto que infunden los ricos se hace honrar por sí mismo.
Cuando San Benito nos dice que sobre todo debemos acoger con amor a los pobres y peregrinos, nos está invitando también a preparar el propio corazón para poder hacerlos. Difícilmente podremos realizarlo si nosotros mismos no tenemos un corazón de pobre. Esto es algo que tenemos muy oído en la Iglesia y que, sin embargo, no sé hasta qué punto lo vivimos. Sucede como con el pasaje evangélico en el que se nos invita a poner la otra mejilla cuando nos ofenden y no pleitear cuando nos quitan algo. ¿Qué sucede? ¿Cómo es posible que lo sepamos tan bien y con frecuencia nos alejemos tanto de su cumplimiento? Quizá la explicación la tengamos en cómo vivimos esos valores a nivel personal. Lo semejante llama a lo semejante. He ahí el porqué. Normalmente nos sentimos más a gusto con aquellos que son como nosotros en la forma de ser, en el nivel cultural y en nuestra condición social y económica. Los pobres se sienten más a gusto con los pobres. Un pobre se siente más en paz cuando otro pobre llama a su puerta, pues sabe cómo tratarle y que le puede ofrecer lo poco que tiene sin mayores complejos; pero no sabe qué hacer si llama un rico. Igualmente le sucede al rico: cuando viene otro rico a su casa se siente tranquilo, ofreciéndole de lo que tiene y presumiendo lo que puede; pero si el que llama es un pobre, se siente incómodo, aunque en este caso sí sabe lo que hacer: echarle cuanto antes no sea que le robe o le traiga alguna enfermedad…
San Benito no quiere que nuestros monasterios se arrastren en la miseria, pues esto traería problemas mayores, pero sí pide que tengamos un corazón de pobre que nos lleve a vivir una pobreza real con espíritu de fe: así sucede cuando tenemos que ganarnos el sustento con el trabajo duro de nuestras manos sin murmurar: pues entonces serán verdaderamente monjes, nos dice; o cuando aceptamos la comida que nos dan sin pedir más y sin quejarnos si es que no se encuentra vino en la región; o cuando nos prohíbe quejarnos por la calidad de las telas con que se hacen nuestros vestidos; o cuando nos niega la posibilidad de admitir regalos personales, debiéndonos conformar con las cosas necesarias que se nos dan, debiéndolo pedir todo como hacen los pobres; etc. Son muchos los modos concretos como San Benito nos invita a vivir la pobreza material y espiritual (humillarse delante del hermano ofendido, pidiéndole perdón; no ser altanero; no murmurar ni aun cuando se tenga aparentemente razón, etc.). Quien vive esa pobreza se sentirá a gusto con el pobre y sencillo que viene a nosotros; quien no la vive, aunque haya hecho voto de vivirla, difícilmente va a ver en el pobre a Cristo que pasa a su lado. Pero San Benito conoce muy bien la naturaleza humana, y que aunque tengamos deseos sinceros de seguir a Cristo pobre, somos también olvidadizos, de ahí que nos lo recuerde, pues el pobre de por sí no mueve el corazón como lo hace el rico para ser atendido con dignidad. Por ello un buen medio es también ejercitarnos entre nosotros procurando amar nuestras propias pobrezas y la de los hermanos, pues la predilección de Cristo por lo pobre y débil es manifiesta. Es entonces cuando nuestra acogida será verdaderamente evangélica.