LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
(RB 53-03)
La acogida de San Benito es sincera, pero quiere que se haga con discernimiento, por lo que pide se pruebe la rectitud de los que vienen al monasterio. Esto, obviamente, no significa que sólo pretenda acoger a los “buenos”, pero sí quiere evitar cualquier perjuicio para la comunidad y desea dejar claro al huésped a dónde ha venido. Comienza este capítulo diciendo: A todos los forasteros que se presenten, se les acogerá como a Cristo, ya que él un día ha de decir: “Fui forastero y me acogisteis”. Y a todos se les tributará el honor correspondiente, “sobre todo a los hermanos en la fe” y a los peregrinos.
A todos hay que recibirlos, pero con discernimiento, sabiendo dónde nos movemos. Y a todos se les tributará el mismo honor, pues todos representan al mismo Cristo. Esto no significa que a todos se les trate de la misma manera, pero sí con el mismo honor. Como se puede tratar con el mismo honor a un anciano, a un niño, a un hombre, a una mujer, a una joven o a un casado, pero lo hacemos de forma diferente en cada caso. Igual sucede si se trata de un pobre o de un rico, de un representante del pueblo, de un eclesiástico, o de un monje de otro monasterio. Saberlos tratar a cada uno según su condición y a todos con el mismo honor les hace sentirse en la casa de Dios y muestra que nosotros vemos en ellos a Cristo. Un hermano converso de Montecasino, del siglo XVIII solía lamentarse si un día no llegaba algún huésped, y exclamaba: “Hoy Cristo no ha venido a visitarnos”. La caridad debe abrazar a todos, creyentes y no creyentes. San Gregorio nos recuerda cómo San Benito acogió en Montecasino a todos: al rey Totila y al cruel Zalla, al obispo de Canosa y al clérigo endemoniado, al piadoso hermano de Valentiniano y al astuto Esilarato.
La hospitalidad es un reflejo de nuestra condición de caminantes. La humanidad acogió a Dios encarnado que acampó entre nosotros y nosotros mismos lo acogemos en nuestro interior como Él un día nos acogerá en la casa del Padre. Se trata de acoger a los que van de camino por tierra extranjera. Acoger al peregrino y al extranjero nos ayuda a tomar conciencia de lo que somos.
Para nosotros es importante la acogida de los huéspedes cuando vemos en ellos a Cristo: Fui forastero y me acogisteis, dirá el Señor en el juicio final, premiando con sentarse a su derecha a los que así actúen. Una acogida no exenta de tensión por nuestra llamada a la soledad. Por eso ya vimos las prevenciones que toma San Benito para evitar consecuencias negativas para los monjes al practicar la hospitalidad.
Hospedar no es sólo dar de comer y una cama para dormir. Eso se puede hacer en cualquier hotel. Hospedar para San Benito es un acto de piedad: no se puede hospedar debidamente sin espíritu de fe. Por eso insiste tanto en el modo con que se ha de acoger al visitante: se les recibirá “con toda las muestras de caridad”, se les mostrará “la mayor humildad”, se les dispensará todo agasajo, pues en todos sin excepción se honra, se venera, se ama y se agasaja al Señor Jesús.
Nos dice la Regla: Por tanto, una vez que se avise que hay un forastero, el superior y los hermanos saldrán a recibirle con todas las atenciones de la caridad. En primer lugar orarán todos juntos y luego se darán el abrazo de la paz. Este ósculo de paz no debe darse sino después de haber orado, para evitar los engaños diabólicos.
Esta sensibilidad de San Benito nos invita a acoger con dignidad a los que vienen a nuestra casa. La austeridad de nuestra vida no puede ser una excusa para acoger mal a los huéspedes, debiéndoles acoger con espíritu de fe. No basta con darles de todo. Hay algo que estamos llamados a ofrecer y que sólo desde la fe lo podemos hacer. La acogida en la caridad, la acogida de corazón a la persona que viene, ofreciendo lo poco o mucho que tengamos, que eso es lo de menos. Cuando el otro se siente acogido, cuando se siente bien entre nosotros, cuando no se siente juzgado por lo que es ni valorado por lo que tiene, cuando ve que puede compartir lo nuestro porque se lo ofrecemos espiritual y materialmente, entonces descubre que es alguien importante para nosotros.
Es la hospitalidad que estamos llamados a ejercer con los de fuera y con los de dentro. ¡Cuántas veces tenemos oportunidad de acoger dentro de la propia casa al hermano que se cruza en nuestro camino tantas veces al día! El huésped va de paso y puede ser un poco gravoso. Nosotros también podemos resultarnos incómodos los unos a los otros, pero eso mismo nos ofrece la oportunidad de ejercitar la hospitalidad de Abraham, reconociendo el paso de Dios que baja a nuestra tienda y hace ademán de seguir adelante por ver si nosotros le retenemos, ofreciéndole algo de lo nuestro e invitándole a nuestra mesa. ¡Cuántas veces no sólo no le pedimos se quede a comer, sino que miramos a otro lado para que no nos quite tiempo! Buscamos a Dios y no tenemos tiempo de contemplar su venida. Abraham supo verlo y acogerlo por tres razones: él mismo se sabía peregrino y extranjero; estaba en una actitud de búsqueda de ese Dios que le había sacado de su tierra; tenía tiempo para sosegar su espíritu debajo de la encina de Mambré. Tres características muy monásticas: el haber asumido el riesgo de salir de la propia tierra, dejando familia y bienes; la puesta en camino movidos únicamente por la llamada de Dios al que buscamos; la escucha y deseo de configurarnos con Cristo, representado en la encina, en el árbol de vida. Cuando vivimos esa triple dimensión adquirimos la sensibilidad suficiente para descubrir el paso del Señor en tantos huéspedes muy cercanos a nosotros, verdadera manifestación de Dios.
San Benito nos recuerda que lo primero que hay que hacer al recibir al huésped es orar juntos. Ya vimos que la razón que da San Benito es evitar cualquier intención que venga del mal espíritu. El Maestro, además, da otra motivación (RM 71, 9. 3-4): la acción de gracias a Dios debe preceder a cualquier comunicación humana. Alabar al autor del encuentro, es el primer acto que conviene realizar juntos, antes de darse la paz. Así como la oración viene antes de la paz, del mismo modo la lectura de la ley divina debe preceder a las señales de humanidad, como es la comida. El encuentro con los huéspedes es mucho más que un encuentro meramente material, es un acto religioso.