LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
(RB 49-04)
Como ya he indicado, en todo este capítulo San Benito ha seguido muy de cerca la exposición sobre la cuaresma de San León Magno. Le cautivó el sentido espiritual que proponía el pontífice para toda la Iglesia y lo aplicó a los monjes, insistiendo en la purificación del corazón y recordando el motivo último de toda práctica ascética: la espera gozosa de la santa Pascua. Aquí parece que concluía la primera versión de este capítulo. Dicen los críticos que San Benito añadió un apéndice: Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.
La ilusión es engañosa, pues viene de engaño. Es un juego artificioso (ludere), propio del ilusionista, que nos hace pensar que vemos lo que no vemos. Los seres humanos somos muy propensos a la ilusión, imaginándonos lo que no somos y creyendo ver lo que deseamos ver. Con frecuencia es ese nuestro refugio para pacificar o satisfacer nuestro inquieto corazón. Esa fuerte inclinación al autoengaño es tan peligrosa como corriente. Y cuanto más nos encerramos en nuestro mundo y nos apartamos de la realidad que nos rodea, mayor es el engaño. Es el engaño en el que viven los que tienen poder o dinero, el engaño de algunos políticos y algunos que se creen muy religiosos, pero también es el engaño de los que no soportan su pobreza y frustraciones. Tal es la ilusión que recuerda al que está borracho como una cuba y dice: “no te preocupes, que yo controlo hasta dónde puedo llegar”. Por eso es tan importante tener a alguien que nos haga de espejo para vernos y limitar nuestra capacidad de engañarnos. El que carece de alguien que le contraste puede vivir en la más profunda ilusión.
Con el aviso que nos da, San Benito no hace más que recoger algo muy propio de la vida monástica. El monje debe mantener siempre un espíritu de búsqueda y de disponibilidad a aprender, pero sobre todo debe saber que en su búsqueda de Dios debe entablar una lucha contra el pecado que en él habita, y el señor del pecado a veces se disfraza de ángel de luz para confundirlo, haciendo estériles todos sus esfuerzos; es la imagen clásica del monje que va al desierto para buscar a Dios y enfrentarse con el diablo. De ahí que el papel del padre espiritual sea imprescindible, pues el someter el propio juicio a un tercero en el que se ve una mediación de Dios, es asegurarse no ser engañado. Es corriente que cuando uno vive en el autoengaño salte con vehemencia si se le contradice o se pone en cuestión sus decisiones. En todo acompañamiento es bueno tener esto en cuenta, pues ayuda a discernir. El que busca con sinceridad, por el contrario, siempre pone entre paréntesis sus decisiones, con el espíritu humilde propio del que es consciente de su fragilidad y de la posibilidad de estar equivocado.
Respecto a nuestras decisiones en la cuaresma, el expresar al padre espiritual lo que deseamos ofrecer generosamente al Señor nos obliga a ser coherentes y llevar a cabo lo que hemos decidido en nuestro interior, sin dejarnos arrastrar por nuestras apetencias. En un momento de euforia podemos prometer renunciar a tal o cual cosa, pero a los pocos días nos cansamos, nos ilusionamos con otra cosa y cambiamos de ofrecimiento. Esto no es serio ni nos purifica verdaderamente. En cambio, si hemos manifestado al padre espiritual nuestros deseos, además del discernimiento tenemos la ventaja de sentirnos obligados a ser coherentes con lo que nos habíamos propuesto, sin dejarnos llevar exclusivamente por la ilusión de nuestros pensamientos y deseos, que aunque tengan apariencia de espirituales y buenos, si no son probados no nos ayudan verdaderamente.
Esa manifestación de nuestros buenos deseos trae consigo otra ventaja y otro riesgo. Si de corazón deseamos ofrecer algo a Dios con la finalidad de ir purificando el corazón, entonces nos sometemos al discernimiento espiritual de nuestros deseos, lo que puede implicar el que nos desaconsejen lo que pretendemos e incluso nos indiquen otras renuncias que de verdad nos cuestan mucho más por tocar de lleno en la llaga que tenemos abierta y que quizá nosotros no vemos. Es por ello que San Benito invita a manifestar nuestros buenos deseos en la renuncia antes de realizarlos para evitar toda presunción y vanagloria.
Pero hay también otro aspecto que debemos resaltar. San Benito dice que una de las razones por lo que hay que manifestar eso que deseamos ofrecer es para hacerlo con la ayuda de la oración del padre espiritual. Sin duda que en el monacato antiguo el papel del padre espiritual era de una gran importancia. La comunión entre maestro y discípulo iba mucho más allá de la simple convivencia. El padre espiritual se sentía auténtico padre, y era responsable de alguna manera de aquellos a los que el Señor le había confiado. Su oración por los hermanos debía ser intensa y constante. Para ello era necesario que los conociera lo más profundamente posible. Es lo que caracteriza la dirección o acompañamiento espiritual: aunque no sea un sacramento va más allá, en cuanto que no sólo se deben expresar las propias debilidades, reconociendo el propio pecado, como se hace en el sacramento de la reconciliación, sino que además de esto se deben manifestar todos los anhelos más profundos, los buenos deseos, examinando el crecimiento espiritual, para que el padre espiritual le ayude a discernir la voluntad de Dios en su vida y ore por él, ayudándole en los momentos de dificultad. Es por eso que el concilio Vaticano II aconseja, cuando habla en el decreto Perfectae caritatis de la obediencia religiosa, que el hermano tenga una apertura grande con el superior dialogando con él para poder discernir lo que verdaderamente le pide el Espíritu.
Esta actitud de apertura espiritual para saber discernir la voluntad de Dios, y de oración para que se lleve a buen fin, es algo que debemos practicar siempre, y de forma especial en aquellos momentos que pueden ser más cruciales en nuestra vida, personal o comunitariamente. Es una forma de reconocer el señorío de Dios en nuestras vidas, la aceptación confiada de nuestra condición de hijos. Es tan malo deprimirse temerosamente cuando las cosas van mal como olvidarse de la Providencia cuando las cosas van bien. Ambas actitudes revelan autosuficiencia y desconfianza. Somos libres y responsables, pero nuestra libertad sólo alcanza su mayor bondad cuando es ejercida “en relación” con Aquél que nos la dio.