LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
(RB 49-03)
San Benito desea que durante la cuaresma busquemos ante todo purificar el corazón, para lo que hemos de partir de una oración con lágrimas que muestran un verdadero arrepentimiento. Junto a ella nos coloca la compunción del corazón. Ambas no son otra cosa que una llamada a la conversión. No se trata de una conversión en la cual simplemente nos proponemos “ser buenos” y evitar el pecado, ¡tantas veces lo hemos hecho sin conseguirlo!, sino mirarnos como somos, pecadores, ante los ojos de Dios para recibir de él su perdón y dejarnos transformar por su mirada sanadora. Algunos apotegmas de los padres del desierto se refieren a esto con una hermosa expresión “llorar ante la bondad de Dios”. Y es que cuando uno se siente amado confiesa más fácilmente sus faltas y surge en él un deseo sincero de cambio para no ofender a aquél que le ama. Por eso mismo la conciencia de pecado aumentará o disminuirá en nosotros en función de la conciencia que tengamos del amor de Dios. Así es como el monje, en la medida que avanza en el conocimiento de Dios y en el de su propia debilidad, se convierte en un hombre lleno de sincera compunción. Y, por el contrario, en la medida en que uno está más replegado sobre sí mismo vive más sujeto al pecado, que no es otra cosa que hacerse el centro de todo, usando de los demás para el propio provecho y dando satisfacción a los propios apetitos sin mayor preocupación. Nada que ver con la apertura a Dios como reconocimiento de su señorío sobre nosotros.
El humilde reconoce su vacío interior que le impulsa a volverse a Dios con las palabras del salmo: mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua (Sal. 62,2). Un signo característico de la compunción es el reconocimiento de la propia pobreza y el dolor por haberse alejado de Dios y encerrado en uno mismo, impidiendo de ese modo que el amor de Dios nos llene para poder nosotros comunicarlo a otros.
Si la oración y la compunción no buscan más que vivir de cara a Dios, nada mejor para ello que prepararse con la lectura de la palabra divina, que es el tercer elemento que San Benito nos propone ejercitar especialmente durante la cuaresma. Sólo la escucha de la palabra de Dios puede provocar en nosotros una compunción y oración de lágrimas auténtica. Cuando nos miramos a nosotros mismos desde nosotros mismos puede que nos broten sentimientos de impotencia, rabia o turbación, pero si en lugar de sentirnos juzgados por nuestra mirada nos vemos mirados por Dios que nos interpela con su palabra, los sentimientos serán diferentes y menos centrados en nosotros mismos. Cuando leemos de una forma orante, el espíritu de Dios que habita en nosotros se pone en sintonía con el Espíritu que inspiró a los autores sagrados a escribir, con lo que se realiza una especie de diálogo de Dios consigo mismo en nosotros.
La importancia que San Benito da a la lectura queda de manifiesto en la distribución del horario, que ya vimos cuando comentamos el capítulo anterior: en la cuaresma hay que dedicar un tiempo mayor para la lectura sosegada de la palabra de Dios. Incluso la Regla pide se dé un libro de la Escritura a cada monje, que lo ha de leer todo seguido escudriñándolo por ver qué es lo que le dice la palabra de Dios.
Finalmente San Benito nos propone un cuarto elemento para alcanzar la pureza de corazón en la cuaresma: la abstinencia.
En esta ocasión no se está refiriendo San Benito a la abstinencia en sentido espiritual, es decir, a la abstinencia de pecado, pues ya habló de ello al principio, cuando mandaba abstenerse de todo vicio y pecado. Ahora se trata de algo más tangible: Por tanto, impongámonos estos días alguna cosa más en la tarea acostumbrada de nuestra servidumbre: oraciones particulares, abstinencia en la comida y en la bebida, de suerte que cada uno, por encima de la medida que tiene prescrita, ofrezca voluntariamente alguna cosa a Dios “con gozo del Espíritu Santo”; es decir, que sustraiga a su cuerpo una parte de la comida, de la bebida, del sueño, de la locuacidad, de las bromas, y con un gozo lleno de anhelo espiritual espere la santa Pascua.
No se trata más que de seguir una práctica tradicional dentro de la Iglesia, que desea vivir la cuaresma en una actitud penitencial, uniendo el ayuno a la oración y a la limosna. Se trata de una práctica necesaria en todo camino espiritual. Sirva de ejemplo la enseñanza que nos da un anciano del desierto que recibió a un fervoroso visitante en su cabaña. Con gran delicadeza le invita a sentarse. Enseguida el visitante le pregunta sobre Dios, pero, sin pararse a escuchar al anciano, no deja de hablar sobre sí mismo, lo que le acontece, cómo se siente, qué es lo que él opina, etc. Entonces el anciano toma una jarra de leche y comienza a servírsela lentamente en el vaso que le ha puesto delante. Cuando el vaso se llena él sigue echando leche, dejando que se desborde y derrame. En ese momento el visitante le dice: “¿no ves que ya no cabe más leche?, ¿por qué sigues echando?” A lo que le responde el anciano: ¿Cómo pretendes que te hable de Dios si no vacías antes tu taza? La abstinencia y privaciones tienen algo que ver con esto.
El hombre busca la unidad interior, y mucho más el monje que hace profesión de ello recibiendo incluso ese nombre: monje, unificado. Unificación espiritual que busca hacer coincidir nuestros deseos con los deseos de Dios rompiendo así la división interna en la que vivimos cuando los deseos del pecado se enfrentan con los deseos del Espíritu. Para San Bernardo, como para San Gregorio de Nisa, la imagen divina a la que hemos sido hechos se equipara a la libertad, al libre albedrío -cualidad divina- con que hemos sido creados. La semejanza es esa sintonía de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. El pecado nos desarmoniza, pero no puede anular completamente nuestra libertad. El trabajo por volver a recobrar la semejanza, por volver a sintonizar nuestra voluntad con la voluntad de Dios, es el trabajo de unificación en el que estamos embarcados en la escuela del servicio divino y de la caridad. Y así como el pecado nos hace ser esclavos de los apetitos carnales, así también el trabajo por recobrar la unidad exige dominar nuestro cuerpo y sus apetitos para que nuestro cuerpo nos sirva y esté en unidad con nuestro espíritu. Es por esto por lo que San Benito no se olvida de recomendar esas renuncias en el tiempo cuaresmal.
Hoy no parecen valorarse las renuncias y quizá esté un poco adormilado el deseo por recuperar la unidad interior. Se nos invita a privarnos algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas con el gozo de un anhelo espiritual esperando la santa Pascua. Qué cosas tan sencillas y cuánto ayudan para el autodominio y para mantener la presencia de Dios durante toda la jornada. San Benito quiere que todo esto brote espontáneamente de un corazón que de verdad tiene sed de Dios. Por eso se expresa de forma diversa a como lo hace su fuente, la RM. Ésta manda que en la cuaresma se aumente el número de oraciones y abstinencias comunitarias. San Benito sabe que esto sirve de poco para purificar el corazón. Su “mínima” Regla, como así la llama, para principiantes, no es más que, en palabras suyas, una iniciación para los que somos perezosos, relajados y negligentes, y para que observándola, demos pruebas, al menos, de alguna honestidad de costumbres o de un principio de vida monástica (RB 73). Pero si de verdad tenemos sed de Dios, si verdaderamente ansiamos unificarnos haciendo que nuestra voluntad coincida con la suya, si deseamos ser hombres de oración que iluminen a los demás y vivan en la caridad, entonces tenemos que ofrecer al Señor algo por encima de la norma que se haya impuesto, sin olvidar lo ya exigido en esa “mínima Regla de iniciación”.