LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
(RB 49-01)
El capítulo 49 de la RB trata sobre la observancia de la cuaresma. Cuando Casiano –una de las fuentes de la Regla- habla de la cuaresma hace unos cálculos curiosos para concluir que en su aspecto penitencial dura 36 días y medio (seis semanas menos los domingos y algún otro ajuste), es decir, justo la décima parte del año. Esto le lleva a afirmar que la cuaresma es el «diezmo» que los seglares deben pagar anualmente al Señor, enfrascados como están todo el año en múltiples negocios y placeres que les apartan de Dios. Los monjes, por el contrario, están exentos de diezmos, pues han hecho donación a Dios de sus propias vidas y bienes. La cuaresma, consiguientemente, fue hecha para los imperfectos, no para los perfectos, y muestra de ello, según él, es que en los comienzos de la Iglesia no existía.
San Benito no se deja llevar de ese tipo de elucubraciones y se centra en animar a sus monjes a vivir intensamente la cuaresma como el tiempo que es de preparación para la pascua. Nos dice: Aunque la vida del monje debería responder en todo tiempo a la observancia cuaresmal, sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza, por eso invitamos a guardar la propia vida en toda su pureza en estos días de cuaresma, y borrar, todos juntos, en estos días santos, todas las negligencias de otros tiempos.
¿Por qué dice San Benito, que la vida del monje debiera ser en todo tiempo una observancia cuaresmal? La cuaresma, lo sabemos bien, es un tiempo de renuncia y de penitencia. Pero no toda renuncia y penitencia se realiza con espíritu cuaresmal. Las motivaciones que se pueden tener para renunciar a algo pueden ser múltiples. No es lo mismo ayunar para guardar una bonita figura que hacerlo por prescripción médica, por competición ascética, por obligación, por carecer de alimentos, por motivos espirituales o por otras razones. Para que se pueda hablar de una vivencia cuaresmal hay que mirar la razón por la que lo hacemos, la meta que buscamos: la pascua; el monje espere la santa pascua con el gozo de un anhelo espiritual, nos dirá más adelante. La cuaresma es sinónimo de camino que dura toda una generación, que es lo que simbolizan los cuarenta años del desierto reflejados en los cuarenta días cuaresmales, esto es, que dura toda la vida, para llegar re-generados a la meta. Por lo tanto es muy comprensible lo que dice San Benito aplicando la cuaresma a toda la vida del monje. El monje, buscador de Dios, quiere ir purificando el corazón en la escuela del monasterio hasta llegar a ver a Dios, ese es su camino cuaresmal.
La Regla no señala minuciosamente qué prácticas se deben realizar en la cuaresma, sino que pone el énfasis en el espíritu con que se debe vivir la cuaresma: el deseo de la pascua. Ese Espíritu es el que debe animar todas nuestras renuncias y esfuerzos, por eso exige unos criterios de discernimiento que veremos más adelante.
Pero si San Benito comienza diciendo que la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, es consciente que eso es un deseo más que una realidad, por lo que comienza el texto con la conjunción adversativa “aunque”. Con su deseo manifiesta que la cuaresma debiera ser el camino de toda nuestra vida, una actitud vital orientada toda ella a la pascua, a la tierra de promisión donde seremos re-generados definitivamente después de la purificación del desierto, donde ya no viviremos más en la tierra de Egipto, tierra de pecado, sino en la tierra prometida, tierra santa donde seremos alimentados de leche y miel (exégesis de San Bernardo…). La cuaresma es, por lo tanto, el desierto mismo, la experiencia purificadora donde renunciamos al pecado huyendo de Egipto y dónde recibimos la revelación de Dios, aprendiendo a depender totalmente de él. Pero parece ser que los monjes no siempre vivían con semejante intensidad y también ellos debían ser estimulados siquiera durante esos cuarenta días.
En cualquier caso vemos que el sentido penitencial y purificador de la cuaresma no se reduce únicamente a la realización de determinadas prácticas ascéticas, sino a la autenticidad del por qué las hacemos y lo que buscamos con ellas. Las cosas o las acciones en sí mismas no purifican el corazón, lo que lo purifica es la rectitud interior. El padre I. Denis Huerre, abad de la Pierre-qui-Vire, moviéndose en esta línea, dice que nuestra vida de conversión es una especie de cuaresma permanente: nos sobrevienen sufrimientos físicos, tentaciones, épocas de aridez, dificultades en la vida de comunidad… Vivir todo esto con espíritu de fe es ya vivir la cuaresma toda nuestra vida. La misma práctica de las observancias monásticas es ya una vivencia de la cuaresma. Pero tal intensidad parece que no siempre se da.
San Benito sigue de cerca la doctrina que la Iglesia aplica a todo cristiano, sin compartir con Casiano que al monje no le afecte la práctica cuaresmal por practicarla durante todo el año. De hecho, si comparamos lo que dice la RB con lo que escribió el papa San León Magno en varios de sus sermones (serm. de quadrag. I,2; IV,1; V,2) vemos una dependencia absoluta de éste. Y es que el monje no es más que un cristiano comprometido con su fe.
La vivencia de la cuaresma San Benito quiere que sea intensa, con una vida íntegra: Esto se hará como es debido si nos retraemos de todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura y a la compunción del corazón, y a la abstinencia. La integridad de una vida cristiana es el trabajo más importante de la cuaresma. Por eso hemos de combatir abiertamente los vicios que nos atan y las tentaciones que nos acechan, entregándonos a una oración “con lágrimas”, es decir, que reconoce sus pecados, con compunción de corazón, fortaleciéndonos interiormente con la lectura espiritual y negándonos a nosotros mismos en algunas cosas, pues quien no es capaz de negarse en lo poco, ¿cómo se va a dominar en lo mucho?
No sólo necesitamos caminar, sino que debemos enmendar lo que no hemos caminado como debiéramos. El niño no tiene mucha conciencia de pecado ni de obrar mal, pues él mismo se cree el centro de todo y así lo reclama cuando los padres no le atienden. El adolescente y el joven, con un cuerpo que cada vez se va embelleciendo más y con una fuerza juvenil en aumento, sueñan grandes cosas, se comen el mundo simplemente porque no lo conocen y aún no han experimentado el fracaso. Sin embargo, tarde o temprano éste llega, la experiencia de nuestra impotencia aparece, nuestra limitada fortaleza se hace patente. Igual sucede en la vida espiritual. Al comienzo se empieza con fuerza. Ciertamente que algunas cosas cuestan un poco, pero el entusiasmo nos permite no darles demasiada importancia ni tomar conciencia de nuestra fragilidad. Pero no tarda en aparecer la cruda realidad, cuando flaquean las fuerzas, el “toquecito” del hermano que nos hace bajar del pedestal en que nos habíamos subido para constatar que también nosotros caemos, nos sentamos en el camino o nos vemos esclavizados. ¿Qué sucede entonces, cuando vemos que no hemos dado la talla, que hemos tropezado… y, sin embargo, queremos seguir caminando en pos del Maestro? Sentimos una necesidad de reparar la falta, si es que verdaderamente amamos, o al menos de lavarnos para vernos limpios y no darnos asco a nosotros mismos, necesitamos que nos digan: “no te preocupes, yo te perdono y olvido, tú sigue caminando”.
Es por eso que San Benito desea que asumamos nuestra culpa y nos purifiquemos. Él no es la persona bonachona que nos dice: no te preocupes, que no pasa nada, que Dios lo olvida todo, es un padrazo que no se acuerda de nada. Sin duda que Dios, cuando perdona, olvida, pero eso no nos exime a nosotros del trabajo de ir purificando el corazón y de reconocer el propio pecado; tenemos necesidad de borrar de alguna manera las negligencias acumuladas. Lo peor de todo sería que perdiéramos la noción de pecado, atribuyéndole unas connotaciones negativas o una simple necesidad psicológica que nos oprime. Perder la noción de pecado es perder la sensibilidad en la relación, en las exigencias del amor. Es significativo cómo hoy día encontramos a algunos que invitan a vivir en lo que antes se tenía por pecado, como el que quiere liberarse hartándose a comer de lo que antes se le prohibía. Sin duda ese no sea nuestro caso, pero si alguno ha entibiado su experiencia de pecado, basta con que acreciente el deseo de Dios para que aquél surja espontáneamente, pues el misterio del mal existe aunque nos empeñemos en disimularlo.