En el amor nos lo jugamos todo
El papa Francisco nos acaba de regalar una exhortación apostólica sobre la familia, fruto del sínodo sobre el mismo tema y las aportaciones de tantos pastores y fieles. Los medios de comunicación se han fijado sobre todo en la excomunión sacramental -que no canónica- de los divorciados que se vuelven a casar, pero el meollo de la exhortación es mucho más amplio y se encuentra reflejado en su mismo título: Amoris laetitia.
Esa alegría del amor se inspira en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios. Toda nuestra existencia está marcada por el amor o la falta de amor. El niño recién nacido está a la expectativa, parece como si sólo fuera capaz de recibir amor. Toda su vida será un ir madurando en ese amor, desde el amor egoísta al amor oblativo y al amor compartido en una amistad recíproca. Es en la familia donde aprendemos a vivir ese amor. Un amor que, por otro lado, se expresa en la misericordia, tema al que estamos dedicando este año y que el Papa nos pide no dejar pasar sin más.
La Sagrada Escritura nos revela a Dios como compasivo y misericordioso, lento a la ira, y rico en amor y fidelidad (Ex 34, 6). Jesús nos revela la misericordia de su Padre con sus palabras, sus gestos y su misma persona, y nos invita a nosotros a hacer lo mismo. Un cristiano triste, protestón, duro de corazón o vengativo ¿de qué puede ser reflejo? Desde luego que no lo es de Dios ni de su misericordia.
La misericordia no es un acto de debilidad, sino de fortaleza. Sólo los fuertes, los que son señores de sí mismos, son capaces de perdonar y abajarse al pobre sin estar atados en su pedestal. Por eso Santo Tomás de Aquino decía: “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto manifiesta su omnipotencia”.
El corazón humano tiene sus peculiaridades. Ante un sabio sentimos admiración. Ante uno que triunfa se nos puede despertar la envidia. Ante el humilde sentimos atracción. Y ante el misericordioso experimentamos la paz del que se sabe no juzgado ni condenado, y eso nos produce alegría, porque nos abre a la esperanza: “a pesar de todo creen en mí”, podemos pensar.
Una comunidad cristiana y una familia donde se vive la misericordia provoca alegría de vivir, paz al no sentirse juzgado, amor al sentirse acogido. La misericordia se experimenta sobre todo con los que se convive. Por eso aquellos con los que convivo pueden ser causa de vida o de muerte para mí según vivan la misericordia.
La familia se caracteriza porque acoge a todos sus miembros por lo que son, los ayuda a crecer y tiene con ellos misericordia. La misericordia es la actitud más sanadora. No es mero aguante y tolerancia. Su forma de actuar es ejemplo para la Iglesia, como nos recuerda el Papa: “Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia; a veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta. Y una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro solo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferente” (Discurso del papa Francisco en la vigilia preparatoria al Sínodo de los Obispos sobre la familia el 3.OCT.2015).
En su última exhortación apostólica nos recuerda las palabras de los obispos chilenos: “no existen las familias perfectas que nos propone la propaganda falaz y consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el dolor ni la muerte (…) La propaganda consumista muestra una fantasía que nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día a día. Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase” (Amoris laetitia, 135).
La experiencia de la propia enfermedad ayuda a ser misericordioso y suele ser de gran utilidad para comprender y ayudar al que está pasando por algo similar. La misericordia se ejercita aprendiendo a ser pacientes con los hermanos. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados,…(Lc 37-38), son palabras del Maestro, palabras claras, directas, sin posibilidad de interpretación. En otro lugar Jesús nos dice también que debemos corregir al hermano primero en privado y luego con algún testigo antes de decírselo a la comunidad (cf. Mt 18, 15-17). Corregir sí, pero no juzgar ni condenar. Corrige el manso que es consciente de su pecado. Juzga y condena el que se cree que no tiene pecado o es mejor que los demás. No cabe duda que podemos corregirnos, pero sin la agresividad del que se cree justo, como si él mismo no tuviese necesidad de misericordia.
El papa Francisco nos dice a este respecto: “Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas discusiones (en la pareja) no son por cuestiones muy graves. A veces se trata de cosas pequeñas, poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de decirlas o la actitud que se asume en el diálogo. Tener gestos de preocupación por el otro y demostraciones de afecto. El amor supera las peores barreras. Cuando se puede amar a alguien, o cuando nos sentimos amados por él, logramos entender mejor lo que quiere expresar y hacernos entender” (Amores laetitia, 139-140).
Ya que la debilidad siempre nos acompañará, acudamos a la misericordia de Dios que nos reconcilia y, por el poder que ha concedido a su Iglesia, nos quita la culpa y la pena.