EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA
(RB 48-05)
El trabajo es un elemento excelente para crear comunidad. De ahí que siempre se haya estimado tener algún trabajo donde todos o buena parte de la comunidad participen. El trabajo puede ayudar a la caridad y ser expresión del servicio mutuo. En el capítulo 35, cuando San Benito nos habla de los semaneros de cocina, insiste por dos veces en lo importante que es el que los hermanos se sirvan mutuamente. Para él los hermanos se deben servir mutuamente porque se aman (movidos por la caridad, nos dice -35,6-) y al mismo tiempo este servicio aumenta la caridad (35,2). Ese servicio mutuo se plasma en el trabajo común, por eso todos los hermanos deben trabajar, aún los enfermos y los ancianos según su capacidad. El vivir sin trabajar pudiéndolo hacer, no sólo daña el propio espíritu abriéndolo a todo género de tentaciones, sino que diluye los lazos de unión con la comunidad, al servirnos de ella más que darnos a ella. Lo importante no es tanto lo que se hace cuanto la donación de sí mismo. Por eso para San Benito todos los trabajos son igualmente dignos, pues todos están en función de las necesidades comunitarias, aunque algunos tengan mayor importancia para la comunidad.
El trabajo entendido como servicio queda expresado más claramente cuando ese servicio es directo, cuando incide directamente sobre los hermanos, como puede ser el de los semaneros de cocina. Es esto lo que hace a San Benito no dispensar fácilmente a nadie de ese oficio, quedando sólo exentos los que ya estén realizando otros trabajos que supongan una ocupación incompatible, los que tengan un exceso de trabajo -como el cillerero en una comunidad grande- y los enfermos.
El servicio mutuo y la delicadeza de los unos con los otros que se inculca en el trabajo aparecen en muchos otros pasajes de la RB en alusión a otros momentos. Así, por ejemplo, cuando habla de los enfermos, que se deben cuidar como al mismo Cristo, soportando aún sus impertinencias. La delicadeza se manifiesta en consejos como no molestar al que está haciendo la lectio divina, o si se lee durante la siesta no hacerlo en voz alta para dejar dormir al que quiera. También aparece en otros muchos lugares donde nos enseña cómo deben ser las relaciones fraternas: el respeto de los jóvenes a los ancianos y el amor de éstos a aquéllos, la obediencia recíproca, la prontitud a satisfacer cuando el otro está enojado contra mí, etc.
La entrega de sí mismo y el respeto al hermano son las dos normas de oro para construir la comunidad. El trabajo realizado así une a la comunidad, haciendo olvidar muchos problemillas que no son tales, sino desfiguraciones del que le da muchas vueltas a la cabeza exagerándolo todo. Por el contrario, cuando la ociosidad se asienta en una comunidad la va disgregando, haciendo que las dificultades y problemas personales se transformen en comunitarios.
San Benito sigue regulando el horario laboral del monje en los distintos momentos del año: Desde el primer de octubre hasta el principio de Cuaresma, se dedicarán a la lectura hasta el final de la hora segunda. A la hora segunda se celebrará tercia, y hasta la hora de nona trabajarán todos en la tarea que se les asigne. A la primera señal de la hora nona dejará cada uno su quehacer, y estarán a punto para cuando suene la segunda señal. Después de comer se dedicarán a sus lecturas o a los salmos. Los días de Cuaresma, desde el amanecer hasta finalizar la hora tercera, se dedicarán a sus lecturas, y hasta el final de la hora décima trabajarán en lo que se les mande. En esos días de cuaresma recibirán todos un volumen de la Biblia, que han de leer por orden y enteramente; estos volúmenes se entregarán al principio de la Cuaresma.
En cuanto al horario del trabajo San Benito mantiene la libertad que le caracteriza, adaptándolo lo mejor posible a las necesidades de la comunidad, retrasando o adelantando algo el oficio divino, sin dejarse condicionar por la hora solar estricta, como lo estaba RM. Esto se debe a su visión amplia y unitaria de la vida monástica. La “obra de Dios” no sólo abarca el oficio divino -aunque sí en primer lugar-, sino toda la vida del monje, su trabajo y su lectio, como la casa de Dios no es solamente la iglesia, sino el monasterio en su totalidad. Comenta Adalbert de Vogüe: “en la vida del monje todo es sagrado”.
Con esta libertad distingue dos grandes períodos, verano e invierno, a los que añade un horario especial para la cuaresma y para los domingos. En invierno los monjes ocupan en la lectura las primeras horas del día y una hora al menos entre nona y vísperas; el resto, de 9:00 a 15:00 (6 horas) de trabajo. En verano el trabajo se coloca en las primeras y últimas horas, dejando la lectura al mediodía (de 10:00 a 12:00). En cuaresma el trabajo se inicia y prolonga algo más. En todo tiempo los monjes disponen de unas 2 o 3 horas para leer y de 6 o 7 para trabajar.
Vemos cómo en este capítulo dedicado al trabajo manual San Benito nos habla también de la lectio divina como ocupación entre un oficio y otro para evitar la ociosidad. Más adelante nos habla también de la “meditación”, pero no nos explica los términos por ser de sobra conocidos por sus monjes.
Como bien nos hace notar García Colombás, la lectio divina siempre ocupó un lugar preponderante entre los monjes antiguos. Era el libro por antonomasia de los anacoretas y cenobitas. Los grandes maestros de la espiritualidad monástica hablaban de ella con expresiones tales como “alimento celestial”, “pan bajado del cielo”, “carne y sangre de Cristo”. La Escritura era el instrumento imprescindible de formación del monje en su itinerario espiritual, el lugar de encuentro con Dios a través de su Palabra. Si Pacomio obligaba a sus monjes a aprender a leer, era para darles la posibilidad de tener un contacto personal con los libros sagrados. En la redacción de sus reglas vemos el gran conocimiento y asimilación que él mismo tenía de la Escritura. Lo mismo podemos decir de Jerónimo, Casiano o San Bernardo.
La lectio divina no era para ellos otra cosa que una asimilación de la Palabra de Dios. Era algo que estaba al alcance de todos, incluso de los más simples, siempre que supieran leer. Para algunos era el único libro que tenían a mano. También solían tener acceso a libros de los Padres, que consideraban ilustración y comentario de la Escritura, pero en cualquier caso, al menos en la antigüedad, era un bien escaso.
Junto con su importancia, los monjes eran conscientes de la dificultad de perseverar en ella día tras día. Así lo dejan de manifiesto en muchos pasajes: “tal vez deseo dar firmeza a mi corazón forzándome a leer la Escritura; pero un dolor de cabeza me lo impide, y hacia las nueve de la mañana me he dormido con la cabeza sobre la página”. Esta es una experiencia que sin duda se repetía con frecuencia. En otros casos se experimenta auténtica aversión a la Escritura, es lo que se denominaba la acedia espiritual, ante lo que había que perseverar leyendo “clavados al libro”.
Bien sabían los antiguos que la lectio divina exigía un esfuerzo notable, además de una preparación remota con una vida auténticamente austera y santa, pues sólo la persona espiritual puede oír la voz del Espíritu. Una ascesis también intelectual, evitando enredarnos en meras curiosidades para profundizar en el texto e intentar apropiárnoslo, evitando el mariposeo constante. Llegar a poseer el arte de la verdadera lectio divina suponía, según los maestros del monacato antiguo, una dura metodología, una disciplina de hierro, siendo ella misma una auténtica práctica ascética.
La meditatio era el sustituto de la lectio para los monjes analfabetos y el complemento para los que sabían leer. La meditatio ya sabemos que no era una pura actividad intelectual, sino, como dice Casiano: “ocupa los labios y el corazón”. Ese meditar o “rumia” en el corazón, suele ir precedido de una rumia con los labios. Es una práctica eminentemente monástica que ya vemos en cierto modo en algunas escuelas filosóficas, cuando se imponía a sus adeptos el soliloquio, o repetición constante y en voz alta de ciertas sentencias que había que grabar en la memoria. De hecho, cuando San Benito habla de que el tiempo después de vigilias hasta laudes se dedique al estudio de los salmos, se refiere precisamente a esto, no al estudio exegético, sino a memorizarlos repitiéndolos una y otra vez para poder orar con ellos en todo lugar, e incluso más, para hacerlos propios hasta condicionar nuestros deseos, nuestra forma de pensar, según la palabra revelada. Es un ejercicio en que se implica toda la persona, como nos recuerda J. Leclercq: el cuerpo, ya que la boca pronunciaba el texto; la memoria, que lo retenía; la inteligencia, que se esforzaba en penetrar sus significado; la voluntad, que se proponía llevar a la práctica sus enseñanzas.
La meditatio era la práctica más asidua de los monjes antiguos, pues la debían ejercitar siempre que iban o venían del trabajo, oficio, comedor,… y en el mismo trabajo, donde sólo en algunas ocasiones se leía en voz alta. Era el medio por excelencia para mantener el recuerdo de Dios en toda la jornada del monje. En sí misma era ya oración. Oración asequible, al alcance de todos. Método sencillo que lo único que pretende es tener presente a Dios y dejarse transformar por su palabra, que a fuerza de repetir y contemplar dócilmente va transformando la forma de pensar y los anhelos más profundos.
La meditatio es algo que se realiza en el interior de cada uno, por eso no puede ser controlada. Sin embargo la lectio divina sí, al menos en su realización práctica. De ahí que San Benito mande que dos ancianos estén dando vueltas por el monasterio en el tiempo de la lectio para ver si todos la hacen: Sobre todo, se designe a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a leer, y vean si acaso hay algún hermano llevado de la acedia, que pasa el rato sin hacer nada o hablando, y no se aplica a la lectura, y no sólo no es de provecho para sí mismo, sino que además estorba a los otros. Si se sorprendiere a alguien en esto –Dios no lo permita-, se le reprenderá una y dos veces; si no se enmendare, se le someta a la corrección que es de regla, de manera que los demás escarmienten. Ningún hermano se reúna con otro a horas indebidas. El domingo se apliquen todos a la lectura, menos aquellos que estén designados para los diversos servicios. Si alguno, empero, es tan negligente y perezoso que no quiere dedicarse a la meditatio, o a la lectura, se le asignará algún trabajo que realizar, para que no esté ocioso. A los hermanos enfermos o delicados se les asignará un trabajo o un oficio de tal naturaleza que ni estén ociosos, ni el peso del trabajo les abata o les haga desistir. El abad ha de tener en cuenta su debilidad.
En tiempos de San Benito no había escritorio, por lo que la lectura no la realizaban todos en un mismo lugar. Pensemos además la tensión que esto podría provocar dado la costumbre de leer no sólo con los ojos sino moviendo los labios. La lectio, por lo tanto, se podía realizar en lugares muy diversos del monasterio. Pero si de por sí se trata de algo laborioso, pues no siempre hay ganas, ¿qué pensar en un tiempo donde el cultivo de las letras no es que estuviera en su esplendor? Ciertamente no había muchos motivos para fiarse ciegamente de los monjes, y San Benito les quiere ayudar con los ancianos vigilantes que les impida caer en la ociosidad o en la charlatanería. Está visto que el miedo guarda la viña.
Y si alguno no puede o no quiere emplearse en la lectura, debe estar ocupado en algún trabajo. Aun a los hermanos enfermos o delicados se les encomendará una clase de trabajo mediante el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir, dice San Benito. Ciertamente no dice esto porque la economía esté pasando un momento muy delicado, sino porque también los enfermos y ancianos necesitan seguir trabajando en su vida espiritual, y el trabajo es un medio que les ayudará a ello evitando el ocio.