EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA
(RB 48-01)
Aunque el título de este capítulo apunta tan solo al trabajo manual, lo cierto es que en él se nos habla de toda la jornada del monje, de cómo se debe distribuir el tiempo que va de un oficio litúrgico a otro a lo largo de todo el año. El trabajo y la lectura es lo que configura la jornada monástica. San Benito parece que no daba lugar a los tiempos libres, por eso no se refiere a ellos, o para ser más exacto no hace alusión al tiempo dedicado a no hacer nada. No concibe que el monje tenga tiempo para perderlo. La articulación armónica del tiempo, la variación de unas actividades y otras, ya produce el necesario descanso para toda persona, pues el descansar no necesariamente implica no hacer nada, sino cambiar de actividad. Es por eso que comienza el capítulo con una solemne afirmación: La ociosidad es enemiga del alma. Por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas determinadas en el trabajo manual, y a otras horas también determinadas en la lectura divina.
Esta expresión está revelándonos una seria preocupación de San Benito. Los autores afirman que esta sentencia la pudo tomar de San Basilio, que a su vez la atribuye a Salomón. Ciertamente que en la Escritura no aparece dicha expresión, aunque sí su contenido: Mándale trabajar para que no esté ocioso, que mucho mal enseñó la ociosidad, nos dice el libro del Eclesiástico (Eclo 33,28). De hecho el perezoso aparece como algo detestable: A una piedra sucia se parece el perezoso, todo el mundo silba sobre su deshonra. Bola de excrementos es el perezoso, que todo el que la toca se sacude la mano (Eclo 22,1-2); mientras que, por el contrario, la mujer hacendosa es alabada. San Benito sabe muy bien que el permanecer ocioso es sumamente dañino para el monje.
La ociosidad a la que aquí se refiere no tiene nada que ver con el “ocio” del que nos hablan los autores cistercienses, tan propio de la vida monástica, el vacare Deo, o estar libres para Dios. La ociosidad de la que se nos habla en este capítulo es pecaminosa porque puede llevar al pecado, tal y como nos apuntan muchos Padres del desierto. Evagrio nos decía que la tentación le viene al monje sólo por el pensamiento, si es que es auténtico monje y sabe cerrar los oídos y los ojos a lo que le puede apartar de Dios, pues, en caso contrario, también tendría que combatir en estos frentes. La puerta de los pensamientos, sin embargo, no es nada fácil cerrarla. La ocupación nos favorece a estar centrados y no dar rienda suelta a los pensamientos, evitándonos así muchas tentaciones.
En los Apotegmas de los Padres del desierto se nos dice que un monje afligido es un monje que tiene “pensamientos”, viendo en ellos la causa de muchas turbaciones para el monje: “lo conturban, no dejándole estar una hora tranquilo en la celda, haciéndole sentir tedio, acedia, le impiden cumplir el oficio de monje, lo hunden en la negligencia, le hacen vagar de acá para allá, dando pena y una sensación de nada y vacío”.
¿Se trata entonces de anular nuestros pensamientos? Ciertamente que no, pues además es imposible, pero sí se nos urge a que los orientemos adecuadamente, estando alertas al peligro que encierra no tener esto en cuenta. Los pensamientos que nos perturban pueden ser un auténtico vehículo de purificación interior para crecer en la paciencia y la humildad. Tal es el caso de la lucha pacífica que hemos de entablar cuando deseamos hacer oración y mil imágenes, recuerdos, proyectos, reivindicaciones y muchas más cosas nos vienen a la mente. En tales situaciones los pensamientos son el crisol de nuestro crecimiento espiritual. Pero están los otros pensamientos frutos de la ociosidad del alma. Estos no purifican, pues se les deja la puerta abierta de par en par. No sólo son un obstáculo en nuestro camino espiritual, sino también un impulso para nuestra caída en el pecado. Si esto es así, mucho debiéramos reflexionar sobre la importancia que damos al asunto. San Benito nos recuerda que tenemos una ayuda para combatirlos y evitarlos, evitando así el pecado: ocuparnos en cosas fructíferas, no entretenidos en cosas que encima estimulan nuestra imaginación.
Esa ociosidad, hay que repetirlo, no tiene nada que ver con el “ocio” monástico. El “ocio” espiritual es fruto de la quietud de un alma orante. No es un ocio ocioso, sino un ocio muy ocupado, por eso trata de esquivar los pensamientos que le perjudican. Si vivimos ese ocio el orden nos habitará. Si es la ociosidad la que reina en nosotros, entonces el desorden se apoderará de nuestras personas, estando en continua contradicción entre lo que queremos ser y lo que somos, llegando finalmente a querer ser lo que en realidad estamos siendo, o lo que es lo mismo, a ser lo que inicialmente no queríamos ser. La ociosidad, por lo tanto, es el ocio estéril, no el ocio santo al que estamos invitados como ese ámbito necesario para nuestro crecimiento espiritual.
Isaac de Stella nos habla de ese “ocio” y lo relaciona con la caridad. Para él contemplación y caridad van de la mano del otium y del negotium, el ocio dedicado a Dios en la contemplación y el servicio al prójimo en la caridad. A Dios le debemos un ocio totalmente libre, que brota del corazón movido por su espíritu. A los hermanos les debemos una caridad ordenada (ordinato negotio). De esta forma, el hombre que vive en un ocio libre para Dios se mantiene en la paz y unificación interior, despreocupándose de aquellos cuidados exteriores que aturden y dividen por no estar “ordenados” hacia Dios, mientras que el hombre que permanece in otio acediosa, en un ocio perezoso a causa de la inquietud que le turba, la preocupación que le deprime y la acedia que le disgrega, se deja arrastrar por un negotium desordenado, por una actividad un tanto loca fruto de la acedia, por lo que pierde el fruto de sus acciones y la luz de la contemplación.
Para San Benito la vida de oración está inserta en nuestra realidad cotidiana. La jornada del monje debe favorecerla. El trabajo manual es una de las cosas que más ayudan a mantener un equilibrio personal en todo aquel que lleva una vida orante. Un trabajo serio, que se delimita en un tiempo concreto, sin que baste el estar simplemente ocupado.
Conviene preguntarse de vez en cuando hasta qué punto nos tomamos en serio el deseo de vivir en un ocio libre para Dios y en un “negocio” o actividad ordenada que también nos lleve a Dios y no al pecado, alejándonos de tentaciones innecesarias. Obviamente, la ociosidad no significa excluir completamente los momentos necesarios para poder desarrollar también nuestras cualidades, pues ejercitar los propios dones recibidos de forma ordenada mantiene ocupado el espíritu positivamente.