LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO
(RB 45)
En el capítulo anterior San Benito ha tratado sobre el modo de satisfacer los excomulgados, es decir, los reos de faltas graves. Ahora se fija en faltas tan simples, involuntarias y no infrecuentes como el equivocarse al recitar un salmo, un responsorio, etc. Quiere que por estas cosas uno se disculpe ante los demás inmediatamente, so pena de un mayor castigo. Ciertamente que ante una falta así, si se deja la satisfacción para más tarde, pierde todo carácter pedagógico, pues su entidad no es lo suficientemente grande como para permanecer en la mente durante mucho tiempo. Sin embargo, San Benito considera que, aunque involuntaria, es culpable, pues se debe a negligencia, y la negligencia debe desaparecer de la Obra de Dios. El equivocarse en el Oficio Divino cuando se está dirigiendo la oración de los hermanos, induce además a que éstos se distraigan. Debemos tener en cuenta que en tiempo de San Benito los solistas tenían bastante más relevancia que hoy día, pues eran muchos los salmos que debían recitar mientras los demás monjes escuchaban, así como lecturas, responsorios y antífonas. Las lecturas o la música podría no haberse preparado lo suficientemente -no había órgano ni instrumentos musicales-, con lo que el riesgo de equivocación era considerable, y la necesidad de un aliciente punitivo se veía aconsejable.
Dice la Regla: Si alguien se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, y no se humilla allí mismo dando satisfacción en presencia de todos, será sometido a un castigo más duro, ya que no ha querido expiar con humildad el error cometido por negligencia. A los niños, por semejante falta, se les castigará con azotes.
No se nos dice en qué consistía esa satisfacción voluntaria, pero parece ser que se trataba de una postración. En la koinonía de San Pacomio también eran frecuentes las equivocaciones, sobre todo por el hecho de que todos los monjes debían recitar por turno un texto de la Sagrada Escritura de memoria. Para los que se equivocaban, se olvidaban, hablaban o se reían, les estaba reservada la siguiente satisfacción: debían desatarse la cintura (lo que en aquel tiempo era signo de rebajarse) y permanecer en pie ante el altar inclinados con los brazos hacia el suelo, haciendo luego lo mismo en el refectorio, delante de los hermanos (Praec. 8 y 13). Es lo que se llamaba hacer una “metanía”. Casiano reserva para estos casos la postración en tierra.
La estricta corrección de las menores faltas se remonta a los orígenes del cenobitismo. Quizá nos pueda parecer un rigorismo excesivo, pero no es más que la manifestación de una gran seriedad en la manera de entender el evangelio. Esa sensibilidad grande para con Dios y con los hermanos hace asumir un comportamiento exigente, diferente a nuestra actitud actual que todo lo disculpa con suma facilidad, olvidándose del aspecto pedagógico del arrepentimiento y del perdón. Quizá así se esté perdiendo una hermosa oportunidad de reconducirnos a la simplicidad de corazón que vence toda sombra de soberbia y orgullo, la madre de todos los pecados según San Gregorio Magno.
Precisamente por lo fácil y frecuente que resultaba equivocarse en el coro al estar tantas horas en él y no siempre en circunstancias óptimas (falta de luz suficiente, de música, de cultura para leer bien,…), es por lo que suponía un medio ideal para que el monje se acostumbrase a satisfacer espontáneamente, sin pretender esconder su culpa. Así lo veía San Benito. ¿Y nosotros?
Hay “culpas” que no tienen fácil solución, como por ejemplo el desentonar. Otras, como el meter repetidos gazapos en las lecturas, necesitan de un lento aprendizaje para comprender lo que se está leyendo; quizá también pueda ser por problemas de vista o un estado de agitación personal que dificulta la concentración. Hay equivocaciones de muchos tipos, todas encierran en mayor o menor medida una dosis de negligencia, frecuentemente a causa de las distracciones. Lo importante es saber reconocerlo y reconocerse pecador a tiempo. ¿Pero sucede así? Nuestra tendencia natural es la justificación. Hay quien está despistado y se retrasa cuando le toca leer, tratando seguidamente de dar la impresión que es mejor prolongar el silencio orante después del salmo anterior. A veces un invitador debe entonar y se equivoca de salmo o no lo encuentra, entonces echa la culpa a los demás porque no le han sabido sacar del apuro con la suficiente premura ya que ellos mismos no tenían el libro preparado; pero si acuden en su auxilio cuando él casi lo ha resuelto, es que se meten en todo y no respetan al encargado, poniéndolo en ridículo delante de los demás… Si el organista se equivoca en el tono que debe tocar se enfada porque no hay nada claro y estamos hartos de tener tantos papeles al mismo tiempo sobre el órgano. Si es el invitador el que se equivoca en el tono, culpa al organista que debiera tener la suficiente habilidad y humildad como para adaptarse a lo que él ha entonado y seguir adelante. Si me equivoco y no hago una parada en la fleja del salmo, los demás debieran tener la suficiente humildad como para callarse y continuar. Si es otro el que lo hace, entonces debiera tener la suficiente humildad como para reconocerlo y callarse escuchando la correcta parada que el resto del coro ha hecho. Si soy yo el que se equivoca al leer, el carraspeo y la sonrisa de los demás los veo como una falta de caridad, pero si es otro el que se equivoca, es necesario que se dé cuenta para que se corrija en adelante, aunque se perturbe aún más el clima de sosiego, etc. La cuestión es salir siempre justificados, airosos de la metedura de pata, lo más parecido a como nos propone San Benito… Estar prontos para llevar los unos las cargas de los otros significa estar prontos a perdonarse, a buscar tapar la falta de los hermanos, pero también exige que el que la ha cometido la reconozca humildemente sin pretender echar su falta sobre las espaldas de los demás.
Reparar no es nada agradable. A un artista lo que más le gusta es hacer una obra nueva y bien hecha, no reparar otras defectuosas. A nosotros también nos gustaría que lo que hacemos nos saliera siempre bien, pero la realidad es mucho más pobre que todo eso y nos vemos obligados a estar reparando con frecuencia nuestras obras. Si lejos de abatirnos por ello nos preocupamos por mejorarlas, reconociendo nuestra debilidad y mal hacer con humildad, entonces estaremos dejando que sea el Señor el que perfeccione lo que nosotros hemos comenzado sin haber sabido acabarlo con perfección. La aceptación de esa pobreza requiere gestos de humildad ante los demás y ante Dios. Eso nos irá forjando un corazón sencillo y verdaderamente purificado, receptáculo para que Dios pueda hacer en él su obra.
Finalmente nos dice la RB los niños serán azotados. No se trata de que se les golpee por equivocarse en el coro, sino darles alguna colleja cuando no se humillan dando satisfacción, pues también ellos tienen su amor propio que San Benito quiere purificar con un medio eficaz y fácilmente comprensible, ya que la excomunión no la comprenderían tan claramente.
Este capítulo de la Regla nos anima a ser más cuidadosos en el oficio divino, prestando más atención en lo que hacemos y decimos y a ser humildes cuando nos equivocamos, sin justificar nuestras culpas.