CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
(RB 44-02)
Además de permanecer postrado para dar satisfacción, San Benito manda al excomulgado que permanezca así sin decir palabra. ¿Por qué dice esto el Patriarca? No parece la postura más idónea para “explicarse”, y, sin embargo, seguro que a más de uno se le escapaban palabras de justificación o murmuración. El monje debe manifestar su enmienda interior sin palabras. Esta actitud es muy difícil, pues se opone a nuestro movimiento reflejo de justificarnos, a la respuesta instintiva que nos surge ante cualquier acusación o reprensión: necesitamos excusarnos, justificarnos. A veces lo hacemos incluso antes de que se nos haya acusado, basta la simple insinuación de que nuestro honor esté en entredicho. Nos cuesta sobremanera unirnos al silencio de Jesús acusado injustamente, cuando condenado a muerte por envidia, callaba. Él era justo y, sin embargo, callaba. Nosotros saltamos como un resorte ante cualquier llamada de atención por muy justificada que sea. De alguna manera necesitamos aminorar nuestra humillación. Cristo, por el contrario, asumió la humillación como fruto de un pecado que no cometió. Con ello nos muestra a nosotros el valor del silencio ante la reprensión justificada e incluso, lo que en alguna ocasión puede suceder, cuando somos inocentes e injustamente tratados. Si afrontamos esas situaciones en silencio, nos estamos uniendo al Señor que oprimido y humillado enmudecía y no abría la boca. La actitud del silencio nos ayuda a tomar mejor conciencia de nuestra condición pecadora que es limpiada, nuestro pecado que es olvidado, nuestra humildad que nos llena de gozo al sentirnos amados y perdonados por Dios y por los hermanos. Hay una estrecha relación entre confesar las culpas y alabar a Dios, quien manifiesta su gloria perdonando. Por eso San Benito insiste tanto en su pedagogía de la satisfacción.
Debemos, pues, reflexionar cuando nos sublevamos tan fácilmente por creer que se nos apunta injustamente y no sólo no callamos, sino que nos defendemos acusando al que nos ha reprendido. Hay que reconocer que esto supone un camino interior muy avanzado, que no siempre se da. La psicología insiste en lo importante que es tener una sana autoimagen y practicar la asertividad, saliendo en defensa nuestra de forma adulta, cuestionando al que nos agrede sin recurrir a la violencia. Esto es cierto y por aquí se debe empezar. Lo que nos pide San Benito va más allá. Cuando uno ha alcanzado una sana autoimagen, cuando uno se valora a sí mismo, puede dar el paso de entregar la vida en madurez, sin complejos ni actuando por temor o por infravalorarse. Por otro lado, no debemos olvidar que en este capítulo de la Regla se habla de faltas ciertamente cometidas y su reparación, no acusaciones injustas.
A ese primer modo de satisfacer el excomulgado, estando postrado a la puerta del oratorio sin decir palabra, con la cabeza pegada al suelo y echado a los pies de todos hasta que el abad le diga basta, le sigue una segunda parte. Nos dice la Regla que el monje, llamado por el abad, debe postrarse delante de él y de los hermanos para que oren por él. Es también un gesto mudo pero de gran contenido. La falta no solo requiere el castigo y la satisfacción que lave la culpa y apacigüe el posible ánimo herido de los hermanos, sino que además busca la transformación interior. Bien sabe San Benito que el medio más eficaz es la oración, pues sólo el Señor puede transformar nuestro corazón. El pecado, cuando hay arrepentimiento sincero es un momento de gracia que no se puede desaprovechar, por eso el monje pecador acude a la oración de los hermanos de la comunidad, invitándoles a que se sientan en común unión con su fragilidad y juntos rueguen a aquél que dijo que cuando dos o más se ponen de acuerdo para pedirle algo, él se lo concederá.
Cuando San Benito habla de los duros de corazón quiere que el abad les corrija del modo más apropiado a su inteligencia, bien con exhortaciones, bien con amenazas, bien con castigo corporal, bien con la excomunión. Pero si el hermano se mantiene encerrado en su soberbia, entonces debe acudir a la oración de la comunidad, pues es el medio más eficaz. Esa expresión parece un poco extraña. Si realmente es el medio más eficaz, ¿por qué no utilizarlo al principio? En el capítulo que hoy comentamos está la respuesta. Ciertamente que es el Señor el que nos transforma con su gracia, pero somos humanos y no sólo seres espirituales, por lo que nuestro cuerpo y nuestra psicología necesitan ser también ayudadas a crecer y transformarse. De ahí la pedagogía de la satisfacción que San Benito desea emplear. No todo nos puede caer del cielo, debemos hacer un camino. Al final, no obstante, siempre está la oración por el hermano, que en el caso del rebelde que no acepta la corrección, es el único camino posible.
Es hermosa esa petición sincera de oración a los hermanos por parte del que se ve frágil. Todo esto es un reflejo claro de nuestra condición de comunidad, unidos todos en un solo centro que es quien nos da vida, el Señor. Si nos interesamos por alguien y le ayudamos a salir de su esclavitud es porque se trata de alguien que nos importa, al que amamos o vemos como algo propio (comunidad). Si nos desinteresáramos de él sería signo de que no lo consideramos algo nuestro, merecedor de nuestro amor. Si esto se diese en nuestra comunidad sería un signo de peligro, de no vivir lo que estamos llamados a vivir. Es cierto que a veces somos nosotros mismos los que hacemos difícil a la comunidad el que se preocupe por nosotros, pero es precisamente entonces, cuando nuestro comportamiento desagradable produce rechazo, cuando más se debe volcar la comunidad para ayudar al hermano con la corrección y la oración. De hecho no se debe curar lo sano, sino lo enfermo. Y la forma en que nos debemos preocupar de él es la oración. Cuando los hermanos piden sinceramente los unos por los otros, poniendo especial empeño en aquellos que peor nos caen, se construye la comunidad, pues cultivamos en nuestro interior el interés por los otros, los sentimos como algo nuestro que debemos ayudar para que sanen y crezcan, y además testimoniamos que nuestra comunidad tiene su origen en el Señor y está vivificada por él. Acudir al Señor pidiendo los unos por los otros es algo que le agrada y nos ayuda, es la manifestación de que nos reconocemos una comunidad cristiana.
En los casos más graves, San Benito actúa con gran pedagogía y no se apresura a poner un manto sobre la falta y olvidarse. La misericordia le mueve a perdonar y acoger al hermano, pero su condición de médico le lleva a procurar curar el mal sin cascar la caña ni apagar la vela vacilante. Por ello el monje excomulgado por falta grave debe permanecer durante un tiempo fuera del coro o en un lugar aparte, sin hacer de solista y postrándose de nuevo al final de cada hora canónica -en su propio puesto- hasta que el abad diga basta. Todo esto no pretende más que mostrar la sinceridad del arrepentimiento y la satisfacción humilde.
El decir basta por parte del abad es un reconocimiento público en la mente de la Regla del perdón de Dios, de que la falta ha sido olvidada. La vida monástica es así continuamente, dice un autor, como el espacio de la inocencia reconquistada. Es un motivo de alegría para nuestras comunidades el experimentar la misericordia de Dios que nos restituye a nuestra condición original de hijos suyos. En tiempos de San Benito el sacramento de la reconciliación no era tan frecuente como lo fue después. Sin embargo, entre los monjes, se practicó desde el principio la confesión de la culpa y la reconciliación con la comunidad y con Dios. Y salvo los casos de conciencia, los pecados secretos, todos los demás necesitaban una reparación pública, no bastaba con decirlo al oído del confesor. Es por ello que la RB desarrolla tanto este tema de la penitencia, el castigo y el perdón concedido que regenera el alma. Los monjes no eran un grupo de perfectos, sino unos cristianos que querían alcanzar la santidad de Dios a la que estamos llamados, dando muerte a los frutos del pecado, liberándose de su esclavitud, para ser esclavos del Señor viviendo según su espíritu. Cuando entre nosotros cesa esa tensión dejamos de ser monjes. Cuando ya no deseamos luchar con el hombre viejo que llevamos dentro y crecer en el hombre renacido por el agua y el espíritu, nos transformamos en aburguesados que se conforman con no pecar escandalosamente, con mantener unas meras relaciones pacíficas por propio interés, aguantando a los otros porque no nos queda más remedio. Estamos llamados a mucho más y debemos ayudarnos en ello. Estamos llamados a morir al pecado y ser perfectos en el amor. Animémonos unos a otros para conseguirlo.