CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
(RB 44-01)
Al terminar de hablar sobre los que llegan tarde a la comida o al oficio divino, San Benito vuelve a traer a colación a los excomulgados en este capítulo de la Regla, pues tienen alguna relación con lo anterior.
Ya vimos cómo distingue entre faltas leves y faltas graves. Las primeras van acompañadas de la excomunión de la mesa, mientras que las segundas suponen la excomunión de la mesa y también del oratorio. En los capítulos 24 y 25 nos habla en qué consiste el castigo que merecen las faltas graves y las leves, gravedad que debe evaluar el abad. Lo recordamos aquí: el que comete faltas leves es apartado de la mesa común, debiendo comer sólo y después de la comunidad, prohibiéndosele también entonar salmo, antífona o hacer lectura alguna; el que comete faltas graves es excluido de la mesa común y del oratorio, no permitiéndole estar con nadie (excomunión total), ni en el trabajo ni en ninguna otra cosa, debiendo comer también solo a la hora que le diga el abad, reduciéndosele la cantidad de comida y sin ni siquiera bendecírsela.
En el capítulo que nos ocupa, como ya indiqué en el anterior, el tema no se centra ni en la culpa ni en el castigo, sino en la satisfacción que el monje debe dar. Tal hecho tiene un significado alentador. La satisfacción no es el castigo, como lo puede ser una multa, sino el reconocimiento de que es posible reparar las culpas. Si el castigo es la pena que merece nuestra culpa, la satisfacción es la afirmación que dicha culpa puede ser lavada, olvidada, para comenzar de nuevo. Esto es sumamente alentador y está en la línea del perdón purificador que Cristo nos ha venido a traer. Esto sólo es posible por el amor misericordioso y gratuito de Dios, que corrige y perdona nuestra culpa olvidando nuestro pecado. El monje debe ejercitarse en ello en la escuela del servicio divino que es el monasterio. Por eso, San Benito no oculta el pecado, sino que desea ayudar a sus monjes a crecer, aun con medios que nos pueden resultar muy duros hoy día. Pero la intencionalidad sanadora de San Benito queda manifiesta en el capítulo 25, cuando después de mencionar en qué consiste el duro castigo de la excomunión por faltas graves recoge el texto de San Pablo que dice: Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor.
Aunque la expresión de la excomunión pueda parecer dura para uno que desconozca la vida monástica, de hecho es una manifestación clara de la importancia que se da a la comunión. Cuando no hay comunión en una comunidad, cuando no hay conciencia de la importancia de sentirse en comunión, entonces no aparece la necesidad de manifestarla ni tiene sentido el castigo de la excomunión. Por paradójico que parezca, una comunidad que emplea el castigo de la excomunión medicinalmente y con prudencia, es una comunidad que aprecia en extremo la comunión. Con ello se presta un gran servicio al hermano que ha faltado, ayudándole a tomar conciencia de su culpa, de que si no vive en comunión o restablece la comunión perdida con los hermanos, su presencia en comunidad será un simulacro de comunión. Pero hay un gran problema en nuestra cultura líquida que dificulta mucho el ejercicio de esa medicina, y es que ante las dificultades o si se nos presiona un poco, a más de uno le viene a la mente el auto excomulgarse del todo y pensar en marcharse antes que luchar por la exigente comunión.
¿En qué consiste en concreto la satisfacción que tienen que dar los excomulgados? Nos dice la Regla: El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, en cuanto terminen de celebrar en el oratorio la obra de Dios, permanezca postrado ante la puerta del oratorio sin decir nada, la cabeza en tierra, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. Y seguirá haciéndolo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho. Cuando el abad le ordene comparecer, se arrojará a sus pies, y luego a los de todos, para que oren por él. Y entonces, si el abad lo ordena, se le admitirá en el coro, en el lugar que el abad determine; con la condición de que no se atreva a recitar en el oratorio ningún salmo o lectura u otra cosa mientras el abad no se lo mande de nuevo. Y en todas las horas, al concluir la obra de Dios, póstrese en el suelo en el lugar donde está, y satisfaga así hasta que el abad le mande de nuevo que cese finalmente en esta satisfacción. Los que por faltas leves son excomulgados sólo de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que lo mande el abad. Lo harán así hasta que les dé su bendición y diga: “basta”.
El modo de satisfacer el excomulgado que propone San Benito consta de dos partes. La primera consiste en que a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. Varias son las cosas que manda San Benito:
En primer lugar el monje debe postrarse en tierra a la salida, es decir fuera del oratorio, mientras salen los hermanos. Es la postura que distintos padres del monacato mandan tener cuando se comenten faltas contra la comunidad, a veces no muy graves. Casiano menciona diversos actos que merecen tal satisfacción: rotura fortuita de una vasija; llegar tarde al trabajo que se le ha asignado o a la reunión comunitaria; equivocarse en la recitación de un salmo; responder a otro airadamente, con amargura o petulancia; cumplir con descuido el propio oficio; haber murmurado aun levemente; etc. El insulto, el menosprecio insolente, las disputas arrogantes, las enemistades, etc. serán castigadas más severamente, con la vara o la expulsión del monasterio (cf. Inst. 4,16).
La postración es la expresión más clara que tenemos para mostrar nuestra pequeñez e indigencia. La postración es la postura utilizada más frecuentemente en la Biblia ante Dios cuando se le pide perdón o se implora algo de él, soliendo ir acompañada de un vestido de sayal y ceniza en la cabeza. Es también, en cierta medida, la actitud que debían tener los penitentes públicos en la Iglesia primitiva, cuando al comenzar la cuaresma se les imponía la ceniza sobre sus cabezas y la penitencia fuera de la iglesia de forma pública, para poder conseguir el perdón que imploraban por sus faltas, que siempre repercuten negativamente en la comunidad. Los hermanos son merecedores del mismo respeto que Dios en una casa donde hasta los objetos han de ser tratados como vasos sagrados. Por eso, el solicitar su perdón con esa actitud de profunda humildad, reflejo de un dolor sincero del corazón, no es algo que debiera humillar, sino un reconocimiento de la dignidad de los otros, que con nuestra actitud ha sido dañada. Cuanto menos sensibilidad comunitaria se tiene, más fácil será que escandalicen esos métodos que propone San Benito. Creemos que con ellos la dignidad personal se denigra y no nos percatamos que lo que se persigue es precisamente lo contrario, el reconocimiento de nuestra dignidad y del respeto que nos merecemos los unos de los otros. No sé si hoy día esa forma de actuar sería muy útil, pero sí que debe haber alguna manera para poder expresar corporalmente la actitud espiritual que pretende manifestar.
La postración ante el hermano, por lo demás, provoca una rápida reacción, aplacando el ánimo del hermano herido, si la actitud del primero es sincera y el segundo no se cierra en su orgullo. San Benito quiere la paz en el monasterio, por eso los desprecios o faltas que puedan atentar contra esa paz deben ser combatidos buscando la forma idónea para provocar en el ofendido el perdón sincero cuando ve en el culpable una manifestación clara de su arrepentimiento. Muchas faltas podemos cometer en la vida comunitaria sin que nada destruya la comunidad si estamos dispuestos a enmendarlas de corazón por el perdón dado y recibido. De hecho bien sabemos cuánto se hace querer el que pide sinceramente el perdón, y la alegría que sentimos al sentirnos perdonados, como si de verdad hubiésemos quedado limpios de nuevo, liberados de la losa que nos oprime cuando sabemos que alguien tiene algo contra nosotros.