NADIE HABLE DESPUÉS DE COMPLETAS
(RB 42-01)
San Benito da a este capítulo un título claro y directo: Que nadie hable después de completas. En todo tiempo han de cultivar los monjes el silencio, pero mucho más durante las horas de la noche, nos dice.
Parece una perogrullada, pues la noche está hecha para dormir, y, salvo algunas excepciones, cuando dormimos no hablamos. ¿Cuál es entonces la intención de San Benito? No parece que el patriarca pretenda limitarse a dar un sentido práctico a ese silencio, por ejemplo para que los monjes puedan dormir sin molestarse los unos a los otros, pues es algo evidente. El silencio que nos propone busca ante todo pacificar el espíritu, por eso quiere prepararlo con lecturas “que edifiquen a los oyentes” – la llamada lectura de completas- y desechando las que pueden constituir una dificultad para las mentes imaginativas, pues hay que estar bien equipados para afrontar la “noche” espiritual. Nos dice: En todo tiempo los monjes deben observar el silencio, pero sobre todo a las horas de la noche. Por eso, en todo tiempo, tanto si es de ayuno como si hay comida –si es la temporada en la que hay comida, en cuanto acaben de cenar-, siéntense todos juntos y lea uno las “Colaciones”, o las “Vidas de los Padres”, o bien cualquier otra obra que edifique a los oyentes; pero no el Heptateuco ni el volumen de los Reyes, porque no sería bueno para los entendimientos débiles escuchar a tal hora estas Escrituras; pero léanse a otras horas.
El silencio monástico es un vacío que busca ser llenado de presencia y no de ruido. El silencio es el afinador del oído del corazón que le ayuda a percibir lo que le oculta el ruido. El ruido continuo, la chanza, el mucho hablar que todo lo critica, la curiosidad que se inmiscuye en las vidas ajenas, no hacen sino embotar el oído espiritual. El silencio pacifica el corazón y afina el oído para reconocer a Aquél que se manifiesta en la brisa suave y no en el huracán (cf. 1Re 19, 11-13)
San Benito quiere que el monje vaya preparando su sueño antes de acostarse. Por ello desecha las lecturas que contienen violencia o conflictos, aunque sean de la Biblia. Igual que hoy día podemos cuestionarnos si ciertas imágenes de la televisión, películas, novelas, etc., son una ayuda o un estorbo para ir a dormir con paz interior. Por esto mismo es tan importante no tener reuniones comunitarias tensas antes de acostarse y pedir y dar el perdón antes de retirarse a dormir si es que ha habido algún enfrentamiento entre hermanos. Hay que alejarse de los ruidos que pueden turbar la mente o alterar el corazón e ir al sueño preparándose con el silencio y lecturas apropiadas, “edificantes” dice el patriarca, pues el sueño es una parte muy importante de nuestra vida que va modelándonos interiormente y nos fortalece para afrontar las dificultades con las que nos enfrentamos en la vida cotidiana y espiritual.
El silencio se prolonga después de levantarse hasta laudes, pues afirma que debe durar toda la noche, y no sólo mientras dormimos. La noche es como el desierto. Es el tiempo de la tentación y de la prueba, el tiempo de la espera, el tiempo del silencio de Dios, pero también el tiempo del encuentro con Dios, de la lectio divina y de la oración en una actitud vigilante, anhelando al Señor que viene a iluminar nuestra noche. La noche es, por consiguiente, un momento crucial en el encuentro con Dios, por eso conviene sosegar el espíritu y prepararlo para la escucha y la acogida.
Difícilmente se puede acoger lo que no gusta, y la noche no gusta a los sentidos, pues no los estimula ni les provoca placer. La noche sólo gusta cuando la ocupamos o nos olvidamos de ella, lo que hacemos al conciliar el sueño, o cuando la iluminamos y la llenamos de ruidos para pasarla en una continua fiesta. Para esa noche no hace falta prepararse con lecturas edificantes ni con el silencio de los labios. Otra es la noche para la que nos debemos equipar. Si nos equipamos con la palabra de Dios que resuena en nuestro corazón cuando hacemos silencio, es decir, si vivimos de la fe, entonces la noche llega a “gustar” con el gusto del espíritu. Los sentidos se incomodan por el silencio, pero el corazón se ensancha en la sequedad de la noche porque sabe quién está ahí, quién está detrás de la prueba, quién nos sostiene en nuestros miedos y vacilaciones, quién nos da la seguridad de un nuevo amanecer. Para esto sí hay que estar equipados y muy bien equipados. Los monjes antiguos afrontaban esta noche, iban confiados al desierto sabiendo lo que se iban a encontrar: a sí mismos y sus pasiones incitadas por el pecado, pero también esperaban encontrar al Señor.
San Bernardo nos dice: “huye de la gente, huye también de tus familiares, aléjate incluso de los amigos más íntimos… El que desea oír la voz de Dios, que se retire a la soledad… Esta voz no resuena en las plazas… un consejo secreto requiere una escucha secreta… Dios no conversa con los que permanecen fuera de sí mismos” (Carta 107, 13). Y San Bruno escribe: “Cuántas son las delicias con que la soledad y el silencio del yermo enriquecen a los que lo aman, lo saben sólo quienes han vivido su experiencia… aquí el ojo adquiere aquella mirada simple que hiere de amor al Esposo (del alma), permitiéndole aquél, en su pureza, ver a Dios” (Carta a Rodolfo el Verde, PL 154, 421).
No son interpretaciones espiritualistas, es el latir de una espiritualidad monástica que se expresa de muchas formas, una de las cuales es la importancia que da San Benito al silencio nocturno. Es un empeño de vida por afrontar en la noche a Dios como Jacob, dispuestos a pasarla en una lucha espiritual con él, sin buscar otros entretenimientos o escapes, es afrontar nuestra vida de fe cara a cara con Dios, acogiendo lo que él nos da y viendo la parte de su rostro que él nos quiera mostrar. Por eso San Benito nos dice que en todo tiempo han de cultivar los monjes el silencio como una escucha y preparación al encuentro con el Señor, un encuentro ya en la misma “noche”, en su misma ausencia; como una invitación a no huir del silencio de Dios, del cansancio del camino, acallándolo con ruidos de todo tipo, sino acogiéndolo en un silencio confiado, con la actitud del pobre que se sabe amado y sostenido por su Señor, que no busca otra seguridad fuera de él, ni tampoco huir de la prueba que le ofrece, de la aridez de su silencio.
Por esto mismo de muy poco puede valer el silencio material si no cultivamos el silencio interior, la pacificación del corazón. ¿Cómo saber que nuestro corazón está pacificado? Cuando se sabe colmado, cuando no vive mendigando afectos, cuando sabe acoger con serenidad el cariño de los hermanos y también sus negatividades, cuando sabe afrontar con la misma paz y confianza lo bueno y lo malo, cuando sabe distanciarse de unos sentimientos que a menudo nos esclavizan, cuando sabe también disfrutar de ellos con paz, sin ansiedad. Un corazón pacificado es un corazón que se sabe en presencia de Dios aunque no se sienta, haciendo de su vida una vida de fe, como el hijo que se sabe en manos del padre que le ama, y que al mismo tiempo desea profundizar en el conocimiento de ese padre. Es entonces cuando sí podemos vivir el silencio que nos propone San Benito y que, sin duda, irá acompañado de un silencio material no misántropo o enfermizo, sino reflejo de un corazón colmado y que por eso irradia necesariamente la paz de Dios.
Verdaderamente nos cuesta el silencio porque no afrontamos con “deseo” la noche que nos pone cara a cara con Dios. Parece como si nos faltase ambición espiritual, dejándonos anquilosar por tantas otras cosas, viviendo en la superficie. Cuando se acrecienta en nosotros el deseo de Dios, entonces podemos decir que el silencio espiritual se hace real en la misma noche, durante el sueño, pues durante el sueño también ora nuestro espíritu. La oración del corazón, la “oración de Jesús” de la que nos habla el Peregrino ruso, esto es lo que conseguía, un corazón pacificado y orante aún durante el sueño.
Como veis, el silencio, la noche, el sueño, son realidades que abarcan mucho más de lo que parece a primera vista. Se nos invita a tomar conciencia de ello para hacerlo realidad en nuestra vida, no sea que la pasemos sin darnos cuenta de nada, como el que tiene un gran tesoro en sus manos y no disfruta de él porque nunca lo ha llegado a valorar, entretenido en sueños de otros tesoros que nunca llegan a ser realidad, porque no son más que eso, sueños que nos evaden de lo que realmente somos y vivimos.
Este capítulo de la Regla nos invita a examinar cómo preparamos nuestro sueño y cómo vivimos el silencio de la vida.