A QUÉ HORAS HAN DE COMER
(RB 41)
Con este capítulo San Benito concluye su exposición sobre la alimentación de los monjes de la que venía hablando en los capítulos precedentes. Como podemos observar divide el año en cuatro períodos respecto a la comida:
– el tiempo de pascua
– de Pentecostés al 14 de septiembre
– del 14 de septiembre hasta el miércoles de ceniza (“cuaresma monástica”)
– el tiempo de cuaresma.
En el tiempo pascual no se ayuna; los demás períodos estarán marcados por diversos tipos de ayuno. En realidad el ayuno que propone San Benito consiste esencialmente en posponer la comida de la hora sexta a la hora nona o de vísperas, o más exactamente, prolongar el tiempo de ayuno antes de las comidas.
En el tiempo pascual, en el que se suprime totalmente el ayuno, los hermanos comen al mediodía, después de cantar el oficio de sexta, y cenan al atardecer. Desde Pentecostés hasta el 14 de septiembre sólo se ayuna los miércoles y los viernes (días consagrados al ayuno por la tradición de la Iglesia y muy estimados por los monjes) posponiendo la comida hasta la hora de nona (antes de las 3 de la tarde en verano) si es que no hay trabajo en el campo ni el calor es excesivo; los demás días se come al mediodía y probablemente también se cenaba en este tiempo, como deja entrever cuando habla de la lectura de completas y distingue los días de ayuno de los que no lo son(cf. RB 42, 2-3.5). A partir del 14 de septiembre el ayuno es invariablemente todos los días (hasta después de recitar nona), sin cenar tampoco, excepto el domingo. Durante la cuaresma también se prolonga el ayuno todos los días, pero en este tiempo hasta la hora de vísperas, aunque ésta se recitaba antes para poder hacerlo todo con la luz del día.
La Regla dice: Desde la santa Pascua hasta Pentecostés, los hermanos comerán a la hora sexta y cenarán al atardecer. A partir de Pentecostés, durante todo el verano, si los monjes no tienen que trabajar en los campos o el exceso de calor no es un obstáculo, han de ayunar los miércoles y los viernes hasta la hora nona; los demás días comerán a la hora sexta. Esta comida a la hora sexta se mantendrá si tienen trabajo en los campos o el calor del verano es demasiado fuerte, y esté al arbitrio del abad. Éste ha de regular y disponer todas las cosas de tal modo que las almas se salven y los hermanos hagan lo que hacen sin justificada murmuración.
Una vez más San Benito antepone la persona del monje a la norma que le ayuda a caminar, siguiendo el mandato de Jesús: El sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado. Pero tampoco quiere que nos llevemos a engaño. Todo se debe adaptar a las necesidades de los hermanos si hay que adaptarlo, pero no lo puede hacer cada uno por su cuenta. Bien sabemos que tendemos a lo más fácil y solemos ser un poco caprichosos. ¿Cómo compaginar el anteponer las necesidades del hermano y evitar que cada uno se deje llevar por sus propios caprichos? San Benito pone un árbitro que nos ayuda a discernir. En el caso del monasterio es el abad. Sólo a él compete discernir la conveniencia o no de tal o cual mitigación. Es probable que en ciertas ocasiones no estemos de acuerdo con su percepción, o que, dejados llevar por las comparaciones y envidias, consideremos que no se nos atiende suficientemente. En estos momentos es cuando se ve desde dónde vivimos. Son pequeñas ocasiones diarias que nos pueden ayudar a afianzar más y más nuestro seguimiento de Jesús en un camino de obediencia, algo que nos irá haciendo más libres y predisponiéndonos a una experiencia espiritual mayor. Pero, por el contrario, también nos pueden ir amargando el alma si nos falta generosidad en la entrega y nos apegamos a nuestros criterios. Es imposible controlarlo todo y tenerlo todo previsto, por eso la norma siempre ha de ser flexible. De ahí nuestra capacidad de adaptación con actitud humilde para no dejarnos llevar del enojo ni de nuestros caprichos.
Desde el trece[1] de septiembre –sigue diciendo San Benito- hasta el principio de Cuaresma comerán siempre a la hora nona. Pero durante la Cuaresma, hasta Pascua, comerán al atardecer. Las vísperas, con todo, han de celebrarse de modo que para comer no tengan necesidad de la luz de una lámpara, sino que todo se acabe todavía con la luz del día. Más aún, en todo tiempo, tanto la cena como la hora de la única comida han de regularse de modo que todo se haga con luz natural.
El ayuno tiene la finalidad de tomar mayor conciencia de lo que estamos haciendo. Los satisfechos en la vida porque no les falta de nada, suelen tener embotado el espíritu. El ayuno se realiza en determinados momentos para tomar mayor conciencia del misterio de Cristo que estamos celebrando, bien reconociendo humildemente nuestro pecado de una forma física (penitencia), bien expresando nuestra actitud de vela ante la salvación de Dios que se acerca, bien uniéndonos corporalmente a la entrega de Cristo. Pero el ayuno está también orientado a despertar nuestro espíritu en cada momento del día. Más importante que hacer grandes cosas en determinados momentos, es hacer las cosas más cotidianas de forma intensa, haciendo lo que hay que hacer en cada momento con entrega generosa de uno mismo y ayunando del propio ego que nos enfrenta a los demás.
San Benito nos habla también de hacerlo todo con la luz del día. ¿Por qué insiste en ello? Conociendo nuestra psicología y el valor dado a la pobreza cotidiana, es probable que pensemos que lo hacía para economizar el aceite de las lámparas. También podríamos pensar que era un modo de abreviar algo un ayuno tan prolongado. El P. Colombás nos habla, sin embargo, de otro motivo más simbólico: “El motivo decisivo, si no único, hay que buscarlo en la convicción de que la noche no es tiempo apto para alimentarse, como no lo es para hablar. San Benito «pudo acordarse de diversos pasajes de San Pablo en los que este tiempo aparece como el marco natural y el símbolo de todos los pecados, especialmente de los de la boca». Acaso representaciones morales de este tipo hayan influido en el legislador monástico. En todo caso, la disposición de no tomar alimento sino con luz del día se basa, con toda probabilidad, en «una noción teórica de la hora apropiada, del tiempo conveniente». Así como en verano se ha de adelantar la hora de las vigilias nocturnas de manera que el oficio de laudes pueda celebrarse «al rayar el alba», del mismo modo, al final del día, la hora de la cena o de la única comida en tiempo de cuaresma se calculará «de modo que todo se haga con luz natural». «Como la hora de laudes, la refección tiene cierta relación con la luz. Pertenece al día, no a la noche»”.
La discreción que muestra San Benito en este capítulo, ya lo hemos visto, busca el bien de los hermanos: regule y disponga todas las cosas de tal modo, que las almas se salven y los hermanos hagan lo dispuesto sin justificada murmuración. Lo que más le preocupa a San Benito es que las almas se salven. Toda la Regla pretende esto. Él no quiere mandar nada arduo ni penoso, pero cuando es necesario pide se acoja con espíritu de fe y de caridad. Igualmente las normas que nosotros mismos nos ponemos no buscan fastidiar a nadie, sino que libremente las acogemos como un medio de liberación. La libertad sólo se vive cuando uno ha sido capaz de tomar una opción que le compromete. La renuncia que conlleva nuestro compromiso elegido de una forma libre es la garantía y prueba de nuestra libertad llevada a efecto de forma concreta.
Nosotros hemos elegido seguir a Cristo en una vida monástica según la RB y la tradición de nuestros Padres Cistercienses. Podíamos haber elegido otros muchos estilos de vida y los medios que conllevan. Pero al elegir éste asumimos los medios que en él se emplean. Sin duda vendrán momentos de cansancio y enfriamiento espiritual, pero eso no anula la validez de los medios elegidos. El abad y todos los hermanos debemos velar por ello y ayudarnos mutuamente con ese celo de San Benito de que todas las almas se salven.
[1] El texto de la RB habla del “idus” de septiembre. En el calendario romano los idus caen el 15 de marzo, mayo, julio y octubre y, en el resto de los meses, el día 13. Son días dedicados a Júpiter. Tradicionalmente hablamos del 14 de septiembre, día de la exaltación de la Santa Cruz.