LA TASA DE LA BEBIDA
(RB 40-02)
San Benito legisla para una comunidad, por eso sabe que debe tener cierta elasticidad en las normas comunes. A él le toca discernir con discreción lo que es necesario, atendiendo a la diversidad de lugares, momentos y personas, sin que eso justifique los excesos. Anima a los hermanos más fuertes y no quiere que los más débiles se desanimen. Nos dice en referencia al vino: Con todo, si por las condiciones del lugar, o por el trabajo, o por el calor del verano se necesita más, dependerá del juicio del superior, procurando que jamás se llegue a la saciedad o a la embriaguez. Aunque leamos que el vino no es nada propio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos es imposible hacérselo entender, convengamos al menos en no beber hasta la saciedad, sino con moderación, porque “el vino hace claudicar incluso a los sabios”.
El patriarca de monjes propone como ideal la expresión atribuida al abba Poimén: “el monje nunca debería beber vino; el vino no conviene en modo alguno al monje” (Vitae Patrum 5,4,31). Pero como parece ser que en su tiempo ya no se podía convencer tan fácilmente de esto a los monjes, acude al consejo de San Basilio -que en realidad se refiere a la comida- cuando dice: “no bebamos hasta la saciedad”. Y finalmente a la Escritura que afirma: El vino hace claudicar hasta a los más sensatos (Eclo 19,2) -¡cuánto más a los que no son tan sensatos!-. Todo ello es una invitación a la necesaria sobriedad para la vida espiritual. El paralelismo entre este capítulo y el anterior sobre la comida es evidente: la saciedad y la embriaguez de éste corresponde con la glotonería e indigestión de aquél. Jesús nos lo avisa: Andaos con cuidado para que no se os embote el espíritu con los excesos (Lc 21,34). Aquí está la clave de estos capítulos. San Benito no persigue austeridades heroicas, pero sabe muy bien que la saciedad corporal embota el espíritu; que la falta de dominio de la gula incapacita al hombre para buscar a Dios y abrirse a su gracia. Si la gracia se nos da de una manera puramente gratuita, exige ser alimentada con nuestra respuesta, que conlleva la renuncia cristiana de la que tanto nos habla Cristo y San Pablo (vivid según el espíritu y no os dejéis arrastrar por los deseos de la carne –del «instinto», traduce Schökel-)
San Benito quiere que todo se haga con moderación, pues hasta lo bueno en exceso puede resultar dañino. Él ve en la sobriedad el dominio de sí que abre el camino del espíritu. Es la sobriedad la puerta que impide el paso a las tentaciones que turban el corazón e inducen al pecado. Los monjes antiguos solían decir que el pecado venía por los pensamientos, que desde «fuera» de nosotros llaman a nuestra puerta como demonios que quieren perturbar la paz y unidad interna del monje con Dios. La penetración de los pensamientos dañinos en el corazón y en la actividad humana tiene su propio proceso. Generalmente se distinguen cinco grados:
1. La primera sugestión del mal, el primer movimiento, que con frecuencia es imprevisto.
2. Un “diálogo” con esta sugestión (la vemos buena, atractiva, oportuna, deseable, no dañina…).
3. Lucha contra la tentación (sabemos que puede ser peligrosa, ser un engaño, nos traerá mal, y por ello la desechamos, quisiéramos evitarla).
4. Consentimiento en el pecado (la mente se ciega, bajamos las defensas y permitimos ser cegados por la atracción del pecado).
5. Finalmente caemos en la esclavitud del pecado, dejándonos dominar por la pasión que a veces se instala con fuerza en nosotros.
El verdadero pecado consiste solamente en el consentimiento, pero las etapas anteriores perturban la tranquilidad de la vida espiritual. Es imposible evitar las sugestiones del mal, pues éstas vienen sin avisar, nos cogen de improviso, y tanto más cuanto más distraído se vive. Nuestro esfuerzo debe centrarse, pues, en eliminar los discursos o “diálogos” internos con su malicia mediante la “sobriedad”, sobriedad mental y sobriedad en todos nuestros deseos. La sobriedad mental es la guarda del corazón y de la atención; como se solía decir: hay que “matar a la serpiente apenas asome la cabeza” y no permitir que entre en el paraíso del corazón. Y se matan los malos pensamientos introduciendo en la mente pensamientos saludables, contrarios a las tentaciones y sacados de la Escritura. A este método empleado por Evagrio se le llama “contradicción” (antirrhesis). Pero para rechazar los malos pensamientos debemos saber distinguirlos de los saludables, es decir, necesitamos un discernimiento de espíritus (diakrisis). Cuando todavía no se posee ese discernimiento se necesita un padre espiritual que se lo descubra. Esta idea subyace en el pensamiento de San Benito, por eso indica la necesidad de que el abad discierna según las situaciones.
Podemos decir que la sobriedad es el dominio de sí rechazando aquello que es fruto del pecado o nos puede inducir a él, es la guarda del corazón para impedir dejarnos arrastrar por el pecado. Siempre hay que buscar una motivación positiva a nuestra renuncia, pues la renuncia por la renuncia carece de sentido.
Ciertamente que esa sobriedad ha de ser elegida, no impuesta. La sobriedad puede estar motivada por muchas cosas. Hay quien es comedido para no ser mal visto y perder el afecto de los otros. Hay quien lo hace para gozar de buena salud. Los hay que son sobrios porque no les queda más remedio al estar dentro de un monasterio, pero quizá se puedan tomar la revancha cuando salen. Estas motivaciones, evidentemente, no sirven para la guarda del corazón. ¿Cuáles son nuestras motivaciones?
El presente capítulo concluye: Pero, si las condiciones del lugar hacen que no se pueda encontrar la cantidad sobredicha, sino mucho menos, o absolutamente nada, bendigan a Dios los que viven allí y no murmuren. Sobre todo advertimos esto: que no murmuren.
A pesar de todo lo que dice sobre la comida y la bebida, San Benito no se presenta excesivamente exigente con ello, pero sí lo va a ser, y mucho, con la murmuración, actitud del corazón que no sólo incapacita para el propio crecimiento espiritual, sino que carcome la vida comunitaria. Puesto que el vino no entra en la lista de cosas que el abad debe dar a los monjes para no dar lugar a una “justificada murmuración” -vestido, calzado, aguja, tablilla,… (RB 55, 19)-, sino que es una concesión, San Benito invita a que afronten su carencia dándole un sentido superior, “bendiciendo por ello a Dios” sin murmurar. Sólo el que conoce los caminos de Dios puede bendecirlo cuando sufre la adversidad o la carestía. Y si es incapaz de bendecir, al menos que no murmure.
La murmuración es un mal muy dañino porque termina cambiando el carácter de la persona y las relaciones fraternas. Nuestras actitudes en la vida van precedidas de comportamientos adquiridos y del sentido que demos a las cosas. Quien se acostumbra a sonreír intencionadamente va configurando en sí una actitud positiva ante la vida. Obviamente eso no es suficiente, pero sí es importante. Quien cultiva un semblante serio y distante, irá configurando una actitud desconfiada y seca ante los demás. Nuestras manifestaciones externas provocan en los demás una reacción, que suele ser positiva si la nuestra es positiva, y negativa si la nuestra es negativa, lo que a su vez provoca en nosotros una reacción a la suya que va en la misma dirección. De ahí que vamos recibiendo lo que vamos dando. Quien trata de mirar el lado positivo de las cosas o abraza las dificultades con paciencia, termina por generar vida a su alrededor. Por el contrario, quien se queja por todo, quien no soporta la frustración o la carencia de algo, quien protesta enseguida que le falta algo o murmura de los hermanos y las situaciones sin abrazarlas con paz, termina haciéndose insoportable y sembrando muerte a su alrededor.
Hemos de aprovechar las cosas cotidianas de la vida, como puede ser la comida, para ir configurando una actitud positiva que nos ayude a crecer personal y comunitariamente.