LA TASA DE LA BEBIDA
(RB 40-01)
En este capítulo vuelven a aparecer los escrúpulos de San Benito a la hora de legislar detalladamente sobre el alimento que deben tomar los monjes. Es comedido al tasar la comida, pero levanta la mano con mayor dificultad en la bebida de vino, pues éste no es tan imprescindible como aquélla. Nos dice: “Cada cual tiene un don particular de Dios: éste, uno; aquél, otro”; por eso, determinamos la cantidad de alimento de los demás con cierto escrúpulo. Sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que es suficiente una hemina de vino al día por persona. Pero aquellos a quienes Dios da fuerzas para abstenerse, sepan que tendrán una recompensa especial.
Comienza el capítulo aludiendo a una frase de San Pablo (1Cor 7,7): Cada uno tiene el don particular que Dios le ha dado; unos uno, y otros, otro. En realidad el Apóstol no está hablando en este pasaje de la comida ni de la bebida, sino de la decisión de mantenerse célibes o de casarse. Él se siente con fuerzas para seguir el primer camino y considera la virginidad por el reino de los cielos como más excelsa. Pero es consciente de que no todos han recibido semejante don. Podemos entender que al tomar San Benito esa expresión para iluminar el presente capítulo nos está recordando la dimensión carismática de nuestra vida, es decir, que lo que somos y lo que hacemos es fruto de los dones que hemos recibido del Espíritu de Dios. Todo el que quiera buscar con sinceridad a Dios tiene que abrirse a su Espíritu. Será el Espíritu el que vaya pidiendo a cada uno algo en particular según su propia personalidad y lo que Dios quiere de él, incluso en esas cosas pequeñas de cada día, que suelen ser las que más nos van transformando imperceptiblemente según la generosidad que mostremos al responder.
La santidad no es un molde al que nos debemos adecuar. Ni siquiera nuestro seguimiento de Jesús se debe entender como una imitación total del mismo, pues, si así fuera, nuestra vida no tendría sentido, ya que Cristo no se retiró a ningún monasterio; además tendríamos que dejarnos la melena y la barba, ¡o pasar 40 días en el desierto sin probar bocado! Lo que se nos pide es dejarnos llevar por el Espíritu que impulsó a Cristo y a los santos a responder a la voluntad de Dios, y que no deja de hablarnos interiormente. De ahí que sea más importante responder desde el Espíritu a los acontecimientos que la vida nos va poniendo delante en cada momento, que no limitarnos a cumplir metas o austeridades que nos ponemos nosotros y que nos pueden hacer creer mejores que los demás, como nos recuerda San Pablo en su carta a los Colosenses.
La acción del Espíritu brota de nuestro interior, de lo que cada uno de nosotros somos, es decir, asume nuestra personalidad, nuestra forma de ser, nuestra historia, toda nuestra realidad. Por eso, si bien el Espíritu orienta a todos hacia un mismo fin (la santidad y la transformación en Cristo), lo hace de forma diferente con cada uno. Las mismas tentaciones vemos que son diversas y su intensidad diferente de unas personas a otras, debiendo cada cual realizar su propio combate espiritual. Pretender imitar un modelo de santidad bien visto por los demás y olvidar afrontar lo que realmente nos pide el Señor, es construir sobre arena.
Los dones que cada uno ha recibido los debemos ejercitar con generosidad, sin dejar entrar en nuestras vidas las comparaciones que abren puerta a la envida y nos paralizan. Cuando renunciamos a algo movidos por el Espíritu, sabedores que eso nos puede ayudar a construir nuestro edificio espiritual, es fácil que miremos a nuestro alrededor y digamos: “¿por qué yo tengo que privarme de eso si los otros no se privan?” Y así apagamos el don que hemos recibido. Hay otros, sin embargo, que no están dispuestos a dejar de luchar, es decir, que desean seguir renunciando a tal o cual cosa para alcanzar un bien mayor, pero, al mismo tiempo, no están dispuestos a que los demás se lo pasen mejor que ellos sin renunciar. Estos tales renuncian a determinada cosa, pero hacen todo lo posible porque también los demás renuncien, provocándoles un sentimiento de culpabilidad. Quien actúa así vacía de contenido su propia renuncia y se hace gravoso a los demás. Quien se sienta con fuerzas para dejar el vino, o privarse de cualquier otra cosa que considere oportuna para él, piense que tendrá una recompensa especial, dice San Benito, pero que no martirice al resto. Lo que nos transforma es lo que brota del deseo del corazón. Quien no tiene ese deseo por el motivo que sea, de nada le vale que lo haga por imposición exterior. Obviamente eso no significa que comunitariamente no se pongan unos límites o la regla de vida del monasterio no determine un camino para hacer todos juntos el recorrido monástico que hemos elegido. La normativa externa genera un ambiente propicio, pero sólo la respuesta del corazón es la que nos transforma.
Paradójicamente no sólo tenemos envidia de las cosas buenas de los demás, sino también del mal ajeno. Es lo que sucede cuando envidiamos una vida disoluta por lo bien que se lo pasa el que así vive, aun sabiendo los males que acarrea. Y sin llegar a tales extremos, podemos envidiar lo bien que viven aquellos que no están dispuestos a renunciar a nada, sabiendo como sabemos que ese camino no conduce a Dios. La envidia es capaz de debilitar en gran manera la generosidad de los buenos cuando dejan de mirar las motivaciones personales que les debiera animar. El que renuncia a algo por el Señor y su deseo de él (sea vino u otra cosa), debe saber que en eso mismo está ya su recompensa, pues es un acto de amor, de respuesta a Aquél que nos ama. ¡Qué más da lo que los otros hagan o dejen de hacer! Pero no, la experiencia le ha enseñado a San Benito que la realidad humana es muy frágil y la maldad puede arrastrar tras de sí la bondad de los poco virtuosos. Estos necesitan saber que no sólo van a recibir una recompensa, sino que su acto tiene un valor especial. Por eso San Benito los anima diciéndoles que recibirán una recompensa especial.
¿Por qué dejamos que la envidia debilite nuestra entrega generosa? ¿Por qué olvidamos que la recompensa a nuestras buenas acciones se encuentra ya en su misma realización, haciéndonos participar de Dios amor, sin necesidad de esperar otra recompensa? Nos miramos demasiado en los demás y por eso no llegamos a descubrir el corazón de Dios para asentarnos en él. Un autor, al comentar la parábola de los obreros sentados en la plaza, que son enviados a la viña a diversas horas del día, decía que el Señor comenzó a pagar primero a los que menos habían trabajado dándoles un denario, para que los que habían trabajado toda la jornada se regocijasen de la generosidad de su amor. Pero parece ser que ese señor resultó un tanto ingenuo, y lo único que provocó fue la envidia de los jornaleros que habían podido “disfrutar” toda la jornada en la viña del señor. Los operarios estaban más preocupados del beneficio que les podía reportar su trabajo, que del gozo de haber sido elegidos antes para trabajar y vivir en la viña del Señor. Esto quizá nos pueda suceder también a nosotros.
Debemos convencernos de que la respuesta, como la llamada, son personales, aunque se realicen en una comunidad y se deba responder con una comunidad. Podemos ser los unos para los otros motivo de ayuda o de obstáculo, eso dependerá de nosotros, si estamos centrados verdaderamente en lo esencial, Cristo, o nos estamos mirando demasiado a nosotros mismos, y por consiguiente, a los demás. En este caso la envidia nos impedirá crecer debidamente. Y si el Patriarca Benito nos anima a saber renunciar pensando que recibiremos una mayor recompensa, el día que no necesitemos esos ánimos ya estaremos disfrutando de la mejor recompensa, pues viviremos desde el gozo de sentirnos hijos amados que desean responder desde el mismo amor que han recibido.