LA TASA DE LA COMIDA
(RB 39-02)
Hoy se entiende difícilmente el ayuno, ya lo hemos dicho. Algunos han llegado a pensar que el hombre de hoy es más débil que los antiguos, pero la verdadera razón es que ya no se encuentra una motivación suficiente para ayunar o abstenerse. Todos los mensajes que recibimos están en la línea de pasarlo bien y no privarnos de nada a ser posible. Nuestra falta de disposición no es por falta de robustez, sino por falta de motivación, por un adormecimiento hedonista.
En la Escritura encontramos razones en pro y en contra para ayunar: a favor, las que lo presentan como un complemento a la oración, expresión corporal de la humillación del alma ante Dios; en contra, las que pretenden combatir actitudes farisaicas que se centran en la pureza legal judía o en las observancias paganas que distinguen alimentos puros e impuros, ofrecidos o no a los dioses, etc. Lo que está claro es que, según dijo el Señor, el alimento no es puro ni impuro en sí mismo. Sólo lo que sale del corazón del hombre, su deseo, merece estas calificaciones.
El ayuno, por consiguiente, no busca proteger al hombre de una mancha que proviene del exterior, sino purificar su corazón, dominar su deseo y liberar su espíritu. Por eso, más importante que prescindir de ciertos alimentos o limitar la comida de una u otra forma, lo que siempre buscaban los padres del monacato era la “continencia” (encrateia), el dominio de nuestros deseos. La alimentación es sólo uno de ellos, pero el más vital. Su exigencia apremiante lo sitúa aparte de los otros deseos. Algunos, como la sexualidad, no son menos naturales, pero ninguno es tan inmediatamente vital como el apetito. De ahí su importancia como test de todo esfuerzo moral que nos abre al espíritu. El ayuno solía preceder a una experiencia especial de Dios.
Centrándonos en la Regla, San Benito nos dice: Creemos que cada día para la comida, tanto si es a la hora sexta como a la nona, son suficientes en todas las mesas dos manjares cocidos, atendiendo a las necesidades de cada uno, para que, si por ventura alguien no puede tomar uno, coma del otro. Serán, pues, suficientes para todos los hermanos dos manjares cocidos, y si es posible tener fruta o legumbres tiernas, añádase un tercero. Bastará para todo el día una buena libra de pan, tanto si se come una sola vez como si se ha de comer y cenar. Si han de cenar, reservará el mayordomo la tercera parte de dicha libra para ponerla en la cena.
Si tal vez se ha hecho un trabajo mayor, dependerá del juicio y autoridad del abad añadir algo más, si conviene, siempre que se evite, sobre todas las cosas, la intemperancia y el monje nunca llegue a coger una indigestión, pues nada hay tan contrario a un cristiano como la intemperancia, como dice Nuestro Señor: “Estad atentos, que no se emboten vuestros corazones con la intemperancia”.
A los niños pequeños no se les dará la misma cantidad, sino menos, que a los mayores, guardando en todo la sobriedad.
Todos, por lo demás, han de abstenerse absolutamente de comer carne de cuadrúpedos, a excepción de los enfermos muy débiles.
San Benito es consciente de la importancia objetiva que tiene la comida en la vida espiritual, pero no olvida que somos muy diferentes los unos de los otros respecto a los alimentos, tanto en nuestras necesidades físicas como psicológicas. Por ese motivo comienza el capítulo manifestando ciertos escrúpulos al legislar, como hará también cuando hable de la bebida: Creemos que es suficiente… San Benito no quiere dejar de legislar sobre este tema, pero busca un equilibrio. Así distingue entre lo que cree necesario renunciar: la carne de cuadrúpedos, la hartura y la glotonería, y lo que deja a la exigencia personal que cada uno. Si bien comienza el presente capítulo con algún titubeo, se muestra firme cuando habla de la carne: Todos han de abstenerse absolutamente de comer carne de cuadrúpedos, a excepción de los enfermos muy débiles.
Todo el capítulo rebosa prudencia sin olvidar la sobriedad. Así permite dos manjares cocidos: el que pueda, toma de los dos, y el que no pueda de uno, se servirá más del otro. Para terminar está el postre, no siempre seguro (y si hubiese allí…, nos dice), que consiste en fruta o legumbres tiernas. A todo ello se le añade una buena barra de pan –una libra, que aproximadamente son 330 gr.-, si bien una tercera parte se reserva para la cena, los días que había, es decir, en el tiempo pascual, donde se servía también el “postre” mencionado , igual que al mediodía, y lo que había sobrado en la comida (RM).
El abad tiene potestad para aplicar las excepciones en ciertos casos como el exceso de trabajo de la jornada. RM añade también explícitamente los domingos, las fiestas o con ocasión de ciertas visitas. Pero siempre con la condición de que nadie llegue al exceso ni se trate a los niños como a los mayores.
Esto es lo que nos propone San Benito. Nosotros podríamos ahora examinar cómo vivimos el tema de la comida. Por de pronto se aprecia algo evidente: no comemos una vez al día y dos en pascua, sino que comemos tres veces todos los días, como la mayor parte de la gente. En tiempo de San Benito, es cierto, no parece que nadie desayunara. Por eso lo más característico del ayuno benedictino es mantener la sobriedad y posponer la hora de las comidas, tal y como veremos en el capítulo 41, donde se nos dice que se ayunaba comiendo más tarde de lo habitual. Pero lo más importante es ver si nosotros conservamos el valor de la “continencia” en el comer, si tiene para nosotros un valor espiritual o no. Quien se adormece en el espíritu no tiene ningún interés en renuncia personal alguna, y mucho menos en la comida, pues si otro tipo de renuncia puede tener alguna utilidad facilitando la convivencia, la alimentación únicamente incide en uno mismo.
Pero si mantenemos vivo el deseo de Dios, el anhelo por alcanzar un conocimiento del Señor más místico, adentrándonos en una intimidad esponsal, entonces sentiremos la necesidad de trabajar nuestros sentidos, de dominar nuestras pasiones y de adquirir la libertad de espíritu. La vida comunitaria nos ayuda mucho, nos arrastra y casi nos obliga a actuar de una forma adecuada, pero eso no basta. Sólo si avivamos dentro de nosotros el espíritu del Señor viviremos con un deseo que nos impulse a dar más de nosotros mismos, sin conformarnos con lo obligatorio. Son las exigencias del amor. Es lo que hace una vida monástica más plena o más ramplona, llena de vida o de meros cumplimientos. No podemos justificar nuestra pereza diciendo que bastantes sacrificios trae ya la vida. Nadie puede hacer que prenda el fuego en nuestro interior si no lo queremos prender nosotros mismos. Cuando éste prende, aceptamos muchas contrariedades y asumimos ciertas renuncias, sabiendo que ello nos va trabajando interiormente y acrecentando el amor. La comida es un aspecto más del ejercicio práctico contra nuestras pasiones, dándonos libertad y aumentando nuestro conocimiento espiritual. La sobriedad cotidiana es menos vistosa, pero ayuda más al espíritu por modelar nuestros apetitos sin llamar la atención. El que se ejercita diariamente tiene el cuerpo en forma, sin coger las agujetas propias del esfuerzo de un solo día.