LA TASA DE LA COMIDA
(RB 39-01)
En el capítulo anterior veíamos que la comida es un momento de socialización importante, por lo que el uso mayor o menor de la palabra que tengamos en ella aparece como un condimento de la misma que ayuda a establecer unos determinados lazos. Pero la comida es esencialmente alimento, y nuestro cuerpo lo necesita para seguir viviendo. Por ello el momento de la comida se ha transformado en todas las culturas en un importante rito repetido una o más veces al día. El tipo de alimento que se toma y la forma de prepararlo y de consumirlo dice mucho del colectivo humano que lo hace. Es fundamental para el cuerpo e influye en nuestras relaciones sociales, pero también lo es para nuestro espíritu. Cuando falta la comida vienen la enfermedad o los enfrentamientos, habiendo poco lugar para la vida espiritual, salvo algunas excepciones. La buena comida, por el contrario, nos hace disfrutar y estimula nuestro estado de ánimo, aunque también lo adormece. Los que carecen de comida centran toda su vida en la búsqueda de la misma, mientras que los que abundan en alimentos pueden disfrutar más de la vida haciendo otras cosas o fabricándose múltiples ideales. El hambre suele hacer más solidarios a los que carecen de alimentos, por saber lo que duele un estómago vacío, mientras que la saciedad de los satisfechos les suele llevar al olvido de los necesitados.
Si tanto puede influir la comida en nuestras vidas, ¿cómo no va a hablar de ella San Benito? La vida del monje está orientada a un encuentro con el Señor, una transformación del corazón y un camino espiritual que lo libere de toda atadura y le haga crecer en un amor universal desde el mismo amor de Dios, haciendo suyo el amor de Dios a la humanidad. ¿Qué papel puede ocupar la comida en el camino que hemos elegido?
Es cierto que vivimos en una cultura pudiente –a pesar de la crisis- que ve en la comida un elemento de satisfacción y no sólo de alimentación. Por ello parece no importar desperdiciar muchos alimentos y buscar la exquisitez según las propias posibilidades económicas. En un monasterio la comida acostumbra a ser bastante sencilla y se acoge con gratuidad, sin poder elegir lo que se desea comer. Esto ya es un elemento importante en el proceso interior de liberación. San Benito tampoco quiere competir en ascetismo, pero aun manteniendo la discreción que le caracteriza, se muestra exigente en mantener la sobriedad, por lo que se ve obligado a tasar la comida para evitar posibles abusos.
Hoy es algo difícil entender el ayuno desde una vertiente espiritual. Se entiende bien para guardar una dieta que nos mantenga un cuerpo bonito. O para sentirnos ágiles físicamente. O por razones de salud. Pero no parece valorarse tanto desde otra dimensión más transcendente e intangible. Sin embargo, en toda la tradición judeocristiana la comida o la renuncia a ella ha ocupado un lugar importante más allá de su efecto en nuestro físico. Si el Reino de los cielos Jesús nos lo representa como un banquete, el duelo y la oración solían ir acompañados del ayuno.
Los maestros del monacato antiguo dieron a la alimentación un lugar importante en la vida espiritual. Algunos ascetas emplearon con frecuencia la comida como un medio de penitencia y mortificación, a veces exageradamente. Son muchos los apotegmas que se refieren a ello: el monje Sisoés con frecuencia no se acordaba si había comido o no; Pior comía mientras caminaba, pues para él la comida carecía de importancia, y decía: “Hay quien es fuerte como el león y cae en la trampa por su estómago”; otros se alimentaban sólo de pan y sal; los había también que competían torpemente en los ayunos. Pero los Padres más sabios, sin caer en esos desvaríos captaron bien la influencia que la alimentación tiene sobre el espíritu y sus actividades, procurando buscar su mejor uso para un mayor crecimiento espiritual. Este fue el camino que solían tomar los cenobitas, con una vida más reglada que los ermitaños.
Casiano, que conocía muy bien a los Padres del desierto y las fuentes literarias monásticas, recogió algunas normas sobre este asunto en sus Instituciones, planteándose explícitamente la cuestión en uno de sus capítulos e indicándonos cómo elegir los alimentos:
“Hay que elegir una comida tal que no sólo calme el fuego de la concupiscencia ardiente y la reavive lo menos posible, sino también que sea fácil de preparar, que resulte más económica y sea más conveniente para el estilo de vida y el uso común de los hermanos. Hay tres géneros de gula. La primera trata de anticipar la hora regular establecida para la comida. La segunda sólo atiende a satisfacer el apetito, importándole poco los manjares, con tal que puedan comer hasta la saciedad. La tercera gusta de los platos exquisitos y suculentos. Por ello el monje debe ponerse en guardia contra estas tres especies de gula mediante una triple observancia. Ante todo, deberá esperar, para comer, la hora fijada; luego, se contentará con una cantidad prudencial, no permitiéndose llegar hasta el exceso; por último, comerá de cualesquiera manjares y especialmente de los que puedan obtenerse a un precio más barato” (Inst., V, 23).
Estos tres consejos sencillos y prácticos que nos ofrece Casiano pueden resultar de gran utilidad en la lucha contra la pasión de la gula. Casiano se sitúa así en la tradición más ortodoxa, no banalizando el régimen alimenticio ni extremándolo imprudentemente, sino encontrando en él un medio idóneo para el combate espiritual del monje. De tal forma que las normas que nos propone buscan tres metas. En primer lugar dominar la pasión de la gula, ayudando a crear un dominio de sí que influirá en el dominio de las otras pasiones, especialmente de la lujuria. En segundo lugar será una expresión de la pobreza que se ha profesado, tanto por la simplicidad y calidad de los alimentos, como por la actitud del que sintiéndose pobre acoge con agradecimiento lo que se le da, sin rehusarlo por su escasa calidad. Finalmente favorecerá a toda la actividad espiritual del monje, especialmente a la oración, pues la actitud que tenemos al recibir el alimento material es reflejo del modo como recibimos el alimento espiritual, que exige tres actitudes: acogida, confianza y humildad:
– Acogida y apertura a lo que Dios nos quiera dar, al modo cómo la Providencia se hace presente en nuestra vida, sin quejarnos por lo gratificante o no que pueda ser, pues no sabemos nosotros lo que necesitamos en cada momento.
– Saber esperar confiadamente en los momentos de sequedad a que sea Dios quien nos alimente, sin caer en la tentación de buscar nosotros nuestro propio alimento con las huidas y compensaciones que terminan conduciéndonos a la acedia espiritual.
– Ser humildes y no darse aires de grandeza espiritual, buscando sólo las cosas agradables del espíritu, sino abrazando nuestra pobreza personal y comunitaria. Es decir, saber vivir cada momento, por insignificante que sea, como algo que Dios nos da para nuestro alimento y crecimiento espiritual.