EL LECTOR DE MESA
(RB 38)
La comida es un momento muy especial que normalmente compartimos con los seres más cercanos o para celebrar un acontecimiento. Comer solo puede resultar aburrido, mientras que comer con otros suele ser un momento de distensión que fortalece las relaciones humanas al compartir no sólo los alimentos, sino también la palabra.
Pero la comida en un monasterio se ha de hacer en silencio, sin compartir ordinariamente la palabra y sí escuchando una lectura. A pesar del silencio que deben tener los hermanos, San Benito quiere que se coma en común. A mucha gente le costará entender la “utilidad” de un ágape silencioso. Ágape que es la palabra que empleaban las primeras comunidades cristianas para referirse a la comida fraterna que expresaba la unidad de la comunidad, y también es la palabra que significa amor.
Toda comida en común aumenta los lazos entre los comensales, especialmente cuando se dan signos de esa unidad, no como en un restaurante, donde cada uno llega a una hora diversa o come diferente a los demás. En el monasterio todos los hermanos comienzan a comer al mismo tiempo, reciben los mismos alimentos y escuchan una misma lectura en el refectorio. Esos son signos claros de unidad que se han de llevar a cabo con orden y actitud de servicio. Y como somos lo que comemos, el recibir un mismo alimento y escuchar una misma lectura sirve para unificar más a la comunidad. La lectura en el comedor ayuda a dar una dimensión más plena al concepto de alimentarse y evita centrarse exclusivamente en la materialidad de la comida y sus sensaciones.
Nos dice la Regla: En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura; pero no leerá el que coja el libro por casualidad, sino que el que ha de leer toda la semana empiece el domingo. El que empiece el oficio, después de la misa y la comunión, pida a todos que oren por él, para que Dios aparte de él el espíritu de vanagloria. Todos dirán tres veces en el oratorio este verso, que él debe empezar: “Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza”. Y así, recibida la bendición, empezará el oficio de lector.
San Benito reviste de cierta solemnidad el servicio del lector de mesa, haciendo tomar conciencia que lo importante es la edificación de los oyentes, tratando de evitar toda vanagloria. Para lo primero -la edificación de los oyentes- se pide el auxilio divino. Lo segundo nos resulta más difícil de entender, pues hoy día pocos se vanaglorian de lo bien que puedan leer, dado que la mayoría lo hace suficientemente bien. Pero esto no sucedía en un tiempo donde la cultura era mucho más pobre, los libros menos manejables, la luz más escasa y eran pocos los capacitados para leer en voz alta y ser entendidos, lo que sí podía ser motivo de vanagloria. Los que buscan un protagonismo excesivo, pretendiendo atraer la atención sobre sí más que sobre las palabras que pronuncian, terminan siendo un obstáculo para el mismo mensaje que transmiten.
Por otro lado, si se pide a los cocineros que se esmeren en su servicio, sabiendo que no sólo basta dar de comer, sino que la comida debe sentar bien a los hermanos, así los lectores no pueden ser motivo de mortificación e irritación al que quiere alimentar su espíritu escuchando lo que lee. Si normalmente preferimos no comer a tomar una comida en mal estado, tampoco es de extrañar que “desconectemos” nuestra atención ante una lectura enojosa que no alcanzamos a comprender por su falta de sentido o de entonación. Sucede todo lo contrario con un texto bien leído: no sólo instruye, sino que inspira al oyente y acrecienta el deseo de alimentarse más.
Los lectores están sirviendo a sus hermanos como lo hacen los encargados de servir la comida. Ambos están en un momento privilegiado de servicio a la comunidad alimentando el cuerpo y el espíritu de todos aquellos que abren la boca y el oído, por lo que se le da toda la dimensión espiritual y humana que merece. A la unidad que se suscita entre los hermanos al compartir unos mismos alimentos todos juntos, hay que añadir la unión de todos en el Espíritu, compartiendo una misma palabra espiritual. De este modo, la unidad de los comensales adquiere otro aspecto que va más allá de las buenas relaciones que trae consigo compartir la comida.
Y si se pide que los lectores sean hábiles y se les entienda, también es lógico que se pida a la comunidad un absoluto silencio para favorecer la audición. Un silencio eminentemente práctico más que ascético. Un silencio que no sólo se debe centrar en las palabras, sino que debiera abarcar los ruidos innecesarios o las bromas fuera de lugar. A veces nos olvidamos que estamos comiendo con otros y que muchos desean prestar atención a lo que se está leyendo más que a los ruidos de una cubertería manejada sin la discreción suficiente.
Se guardará allí absoluto silencio, de manera que no se oiga rumor alguno ni otra voz que no sea la del que lee. Sírvanse los monjes mutuamente todo lo que necesiten para comer y beber; así ninguno tendrá necesidad de pedir cosa alguna. Si se necesita alguna cosa, se pedirá con el sonido de una señal, mejor que con la voz. Y nadie tenga allí el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura o sobre otra cosa, para no dar ocasión de hablar, a no ser que el superior quisiere por ventura decir unas breves palabras de edificación.
Si la lectura en el comedor nos permite mantener abierta le mente y el espíritu sin centrarnos sólo en la comida, también desea San Benito que mantengamos la atención a las necesidades de los demás, estando prontos a servirnos los unos a los otros, aún sin quebrantar el silencio. Esos múltiples aspectos en la comida monástica la enriquecen sin quedar centrados en uno mismo.
Y para terminar este capítulo, San Benito manifiesta una vez más su ecuanimidad, estando atento a las necesidades de los hermanos y mitigando la situación de los que se pueden sentir sobrepasados en algo. Hoy no tiene mucho sentido lo que dice, pues nuestra práctica es muy distinta, pero en una época donde no se comía desde el día anterior hasta después de la eucaristía, prolongar el ayuno después de ésta, mientras los demás están comiendo, podía resultar muy gravoso, por lo que permite al lector beber algo antes de comenzar su tarea y por razón de la santa comunión (se comulgaba con pan y podían quedar restos en la boca). El hermano lector de semana tomará vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y porque acaso le sería penoso permanecer en ayunas; pero comerá después con los semaneros y servidores de cocina. Los hermanos no han de leer o cantar por orden, sino los que edifiquen a los que escuchan.
En este capítulo de la Regla, como en tantos otros, vemos que nuestra vida monástica nos mantiene continuamente descentrados de nosotros mismos, abiertos a los demás y al don del Espíritu. Es el mejor medio para hacer un camino verdaderamente interior aún en las cosas más cotidianas de la vida.