LOS ANCIANOS Y LOS NIÑOS
(RB 37)
El presente capítulo de la Regla es muy breve, pero recoge claramente la comprensión que manifiesta San Benito ante las debilidades de los hermanos, un rasgo de humanidad y ternura que nos ayuda a aceptar mejor sus exigencias.
Aunque la naturaleza humana se incline por sí a la compasión con estas dos edades, es decir, la de los ancianos y la de los niños, esto no se opone a que vele también por ellos la autoridad de la Regla. Siempre se tendrá en cuenta su debilidad y en modo alguno se mantendrá para ellos el rigor de la Regla en materia de alimentación, sino que se tendrá con ellos una benévola condescendencia, y anticiparán las horas regulares.
La debilidad no puede suprimir la exigencia que nos estimula, simplemente hay que adecuarla a la realidad de cada uno. Cuando se nos exige por encima de nuestras fuerzas podemos abatirnos, sentir que nos sobrepasa y paralizarnos, no haciendo ni siquiera aquello que sí podríamos hacer. Y, por el contrario, cuando movidos por una indebida compasión, dejamos de exigir lo que la persona sí puede dar, la inducimos a desmotivarse, haciendo de ella un ser más débil de lo que realmente es. De ahí la importancia de aplicar a todos la exigencia de la Regla, haciéndolo con sabia condescendencia cuando la situación lo requiere.
Para poder hacer esto necesitamos una libertad interior que no siempre nos acompaña. Es necesario que nuestro juicio no esté confundido por nuestras pasiones, y nuestra mirada esté iluminada por el amor al hermano por encima de toda rigidez desencarnada.
Con alguna frecuencia tengo que oír el enfado de tal o cual hermano quejándose porque no hay derecho que se permita a otro hacer determinadas cosas. Si la persona a la que se refiere no le cae bien o hace algo que le molesta especialmente, entonces el enfado es mayor. Y cuando el enfado aumenta en intensidad, entonces la queja va unida a expresiones generalistas negativas: “aquí cada uno hace lo que quiere”, “¡dónde vamos a llegar!”, “así no me extraña que no vengan vocaciones”, “quizá yo me he equivocado de comunidad o de vocación”, etc. Son reacciones inconscientes que revelan nuestras propias pasiones y la falta de sosiego para afrontar las situaciones, distinguiendo entre el hermano, su debilidad o necesidades y lo que sus actos me provocan.
Nadie pone en duda la necesidad que tenemos de corregirnos, de intentar ayudarnos para ir por el camino monástico de una forma honesta. De ahí que San Benito nos diga una y otra vez que nadie está eximido de la Regla de vida que hemos abrazado, ni siquiera el abad. Pero este principio general necesario y estimulante para ir creciendo, se debe adaptar a las necesidades reales de los hermanos, lo que debe determinar el abad. Con frecuencia San Benito alude también a la conveniencia de adaptar ciertas normas comunes, pero sin especificar demasiado, sino dejando a la prudencia y discreción del abad cómo concretarlo.
San Benito nos recoge en este capítulo unas necesidades objetivas al referirse a los ancianos y a los niños respecto a la comida, pues, como él mismo dice: La naturaleza humana se inclina por sí a la compasión con estas dos edades. Sin embargo, a veces nos cuesta incluso aceptar esa realidad. Nos cuesta la torpeza de los mayores, su lentitud, su somnolencia, su sordera y alzar la voz, su repetición infinita, etc., como también nos cuestan las actitudes inmaduras de los más jóvenes, su nerviosismo, su espontaneidad que puede resultar embarazosa, su impericia en la vida monástica, etc. Y si además se trata de alguien que no nos cae bien o es egoísta, entonces aumenta nuestra dificultad de aceptación, cegados por nuestras propias pasiones.
Hay que animar a todos a caminar, pero no podemos obviar la situación concreta de cada uno, tratando de evitar nuestra imprudente exigencia o nuestro juicio injusto. Al mismo tiempo hemos de estar muy atentos a nuestros exabruptos que nunca son una verdadera corrección, que no buscan tanto ayudar al hermano cuanto dar rienda suelta a nuestro enfado. ¿Y qué decir cuando nuestro enfado va acompañado de las frases grandilocuentes a las que me he referido?
También hemos de fijarnos si nosotros mismos no caemos en eso que tanto nos fastidia de los demás, pues suele suceder, como ya he dicho en otras ocasiones. Es entonces cuando debemos huir de una manifiesta acritud recordando lo que se nos dice: Tratad a los demás como quisieras que ellos os traten.
Ante un anciano o un niño brota en nosotros una natural condescendencia por la única razón de que queda evidente ante nuestros ojos su debilidad. Es lo que nos sucede cuando tenemos delante a un enfermo encamado o a alguien que ha sufrido un accidente aparatoso. La visión nos lleva a la compasión. Pero nuestro gran problema es que no siempre somos capaces de ver otro tipo de enfermedades psicológicas, morales e incluso algunas físicas. Es en ese momento cuando podemos ser injustos, como si tratáramos a un niño como un adulto por no percatarnos de su infancia, o a un anciano como a un joven por no percibir sus muchos años. Necesitamos tener abiertos los ojos del cuerpo para conmovernos y los del alma para vivir la justa discreción a la que nos invita San Benito. Con esa actitud, San Benito pone en el centro a la persona, manifiesta que lo que le importa es que nadie se pierda y todos avancen, haciendo de la norma de vida un estímulo que se adapta y no una realidad que constriñe torpemente. A fin de cuentas, todos llevamos dentro un niño y un anciano que manifiestan sus debilidades y necesidades.
Nuestro comportamiento ante la debilidad de los hermanos revela la profundidad de nuestra oración, pues no podemos conocer a Dios y carecer de sus ojos cuando miramos al hermano. La oración nos purifica el ojo del alma y nos agudiza la visión con la fuerza del Espíritu. Y si vemos que eso no nos sucede, no desesperemos, pues al menos nos mantendrá humildes, conscientes de nuestra propia miseria a la hora de juzgar a los demás.
La vida monástica está llamada a ser una luz profética en medio de los hombres. En principio no estamos llamados a ir gritando o llevando pancartas por las calles para arreglar el mundo, pero nuestra misma vida debe ser luz y estímulo para quien nos vea. No se trata de una vida que se consigue adquiriendo un carnet de pertenencia con la profesión solemne, ni una imagen más o menos llamativa por el lugar en que vivimos, la forma en que vestimos o el modo de vida un tanto extraño para muchos. Nuestra luz profética está en nuestra forma de vivir y relacionarnos. En una vida que tiene a Dios como su centro y punto de referencia esencial, queriendo seguir al Señor Jesús pisando por donde él pisó. En una vida comunitaria de amor sincero, donde los hermanos trabajan por construir unas relaciones de amor, comprensión, perdón, misericordia, sobrellevando con infinita paciencia las debilidades de todos, tanto físicas como morales o psicológicas, ayudando a crecer a los demás y evitando su caída, olvidados de nosotros mismos y dando nuestra vida por los otros, haciéndonos sentir felices de vivir juntos. Todo eso será reflejo claro de nuestra búsqueda de Dios, de que tenemos a Dios en el centro de nuestras vidas. Y eso, os aseguro, es el mayor tesoro que podemos ofrecer a la Iglesia y a nuestro mundo, tan necesitados de testimonios de vida. Sí, se necesitan testimonios creíbles. Muchos levantan la voz, y está bien. Muchos están dispuestos a la lucha, y está bien cuando no es injusta. Pero son muy pocos los que están dispuestos a hacer el camino del propio corazón y testimoniar con su vida personal y comunitaria. Exige demasiado desprendimiento, demasiada muerte al propio ego, demasiada gratuidad, demasiada fe, demasiado esperar unos frutos que sólo se pueden dar cuando ya no uno mismo no los puede recoger, pues requieren dar la propia vida hasta el final. No dejemos que la sal se vuelva sosa.