Fui extranjero y me acogisteis
La palabra extranjero viene de extraño, de exterior, “de fuera” (extra en latín), de lo que consideramos ajeno y no reconocemos como propio. En la Biblia la historia de la salvación aparece como un lento caminar de lo restringido a lo universal. El “pueblo de Dios” es un concepto que tardó mucho en evolucionar, de pasar de un sentido restringido a otro universal en Cristo, como le sucedió a la idea de salvación o la de amor. Es el tiempo que se tarda de pasar de un idolatrado “mi Dios” al “Padre nuestro”.
Nuestro afán de apropiarnos las cosas es lo que crea al extranjero. Hablamos de “extra” porque hay un “intra”, hablamos de lo exterior porque hemos puesto una cerca a nuestro alrededor. Las aves emigran continuamente de unos lugares a otros sin que tengan que cruzar fronteras, pues ninguna otra ave se las pone. Para ellas el mundo es de todos. Los humanos impedimos esos movimientos porque tenemos demasiados intereses, habiéndonos apropiado de lo que es de todos y empequeñeciendo nuestro corazón con la codicia. ¿Cómo romper esa cerca creada a nuestro alrededor?
En el monacato antiguo había una forma de vivir que tenía un profundo valor evangélico. Se trata de aquellos que elegían “expatriarse”, practicar lo que se denominaba la xeniteia, es decir, alejarse del propio país para vivir en tierra extraña, imitando a Jesús que no tuvo donde reclinar su cabeza (Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza -Mt 8,20-).
La experiencia de ser extranjero conlleva la renuncia a la seguridad, a dejar lo que se tiene, incluso los derechos civiles que da el ser ciudadano del país en el que se habita, la protección de estar rodeado por seres queridos, la seguridad de conocer la lengua del propio país, pudiendo entender y ser entendido. En definitiva, sentirse “de los nuestros”.
Para renunciar a todo eso hay que tener un motivo poderoso. Hay quien lo hace por afán de aventura, por deseo de conocer otras culturas o por aspirar a progresar profesionalmente. Hay quien lo hace por afán de ayudar a otros, olvidándose de sí mismo. Hay quien lo hace por motivos religiosos, para experimentar la confianza radical en Aquél que nos sostiene, sin descansar en las propias seguridades. Pero también hay quien lo hace por pura necesidad, huyendo de la guerra y del hambre.
Dejando de lado a aquellos que abandonan su tierra llevándose consigo todas las seguridades (una abultada cuenta corriente, un trabajo seguro en el destino, etc.), los demás sí que van a tener una experiencia parecida en mayor o menor grado. Es la experiencia de la incertidumbre, de la necesidad, de la inseguridad de cómo serán acogidos.
Pero aún es más dramático en aquellos que no tienen posibilidad de volver atrás. En la Biblia aparecen tres tipos de personas especialmente vulnerables: los huérfanos, las viudas y los extranjeros. Su debilidad los hace ser predilectos de Dios, entrar en el catálogo de los pobres que serán nuestros jueces en el juicio final: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo… Porque fui forastero y me hospedasteis (Mt 25, 34-35).
El mismo Dios se hizo de algún modo extranjero al encarnarse y habitar entre nosotros: Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre (Jn 16, 28). Una extranjería en la que no se aferró a su condición divina, sino que despojado de sí mismo tomó la condición de esclavo haciéndose uno de tantos (Flp 2, 6-7). Una extranjería que le hizo experimentar todas las penurias de los más débiles hasta una muerte de cruz, pero que nunca le apartó de la presencia del Padre dentro de él: Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí (Jn 14, 11).
Los primeros cistercienses insistían en la idea agustiniana de que vivimos en tierra extraña, en la región de la desemejanza, y debemos volver a nuestra tierra, la vida del Espíritu, la casa del Padre. Pero esa extranjería no ha sido provocada por la necesidad, sino por una mala decisión. Sólo cuando tomamos conciencia de nuestra situación, de lo que somos realmente, sentimos la necesidad de volver a nuestra tierra, a ser lo que estamos destinados a ser. Vivir en tierra extraña nos hace anhelar el retorno. Pero mientras tanto necesitamos tener una especial experiencia en el destierro, la experiencia de Aquél que da sentido a todo.
Todos nosotros estamos llamados a ser esos ángeles o mensajeros de Dios que conforten al exiliado, que le ayuden a sentir su presencia alentadora. Si late en nosotros el amor de Dios, seguro que los extranjeros que llegan a nosotros descubrirán que la lejanía de su propia tierra les ha permitido encontrar una tierra más universal, una casa de Dios que está en todo lugar donde su amor esté presente, y les haremos sentirse en “casa”. En caso contrario, su extranjería les permitirá ver que la nuestra es todavía mayor, pues viviendo en nuestro país no vivimos en nuestra “casa paterna”, esa que es sólo de los hijos que viven desde el amor del Padre, esa que no sabe de fronteras para sus semejantes. ¿Somos nosotros extranjeros en nuestra propia tierra o ciudadanos del cielo? Nuestra acogida a los que llaman a nuestra puerta nos lo dirá, haciéndoles sentir ciudadanos aún en tierra extraña. Quien esto hace ha sido capaz de romper la cerca de su existencia, pudiendo volar más allá de los límites que nos ponemos para no acoger al “de fuera”.