LOS SEMANEROS DE COCINA
(RB 35-02)
Seguramente que a cualquier lector de hoy día le puede resultar extrañísimo que en este capítulo de la Regla, donde San Benito habla de los cocineros, mencione el lavado de manos y pies de los hermanos. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Más todavía, se nos dice que son los cocineros los que tienen que lavar los pies a los hermanos y luego lavar los paños. Sin duda puede producir una cierta sonrisa y extrañeza. ¿Es que no hay otro lugar mejor donde referirse a eso o no lo podrían hacer otros hermanos que no sean los cocineros? ¿Estaría un poco dormido San Benito cuando colocó este tema higiénico al hablar de la comida?
Dice la Regla: El que va a salir de semana, hará la limpieza el sábado. Lavarán los paños con los que los hermanos se secan las manos y los pies; y, tanto el que sale como el que entra, lavarán los pies a todos. Devolverá al mayordomo, limpios y en buen estado, los enseres de su oficio; y el mayordomo, a su vez, los consignará al que entre, para que sepa lo que da y lo que recibe.
Quizá el sentido de unir estos dos temas no esté en su dimensión práctica ni higiénica. Cuando habla de los cocineros insiste mucho en que todos pasen por ese servicio, pues es un servicio de caridad. Igualmente el que mande que se laven los pies los unos a los otros no es un antojo, pues cada uno se los podía lavar cuando lo necesitaba. El sentido era espiritual. Lavarse los pies los hermanos los unos a los otros era un signo de humildad muy ensalzado en la Sagrada Escritura y ejercitado por Jesús, manifestando con ese gesto que todos somos siervos los unos de los otros. En la cultura judía la hospitalidad ocupaba un lugar muy valorado. Y cuando un forastero se acercaba a una casa, lo primero que se hacía era ofrecerle agua y lavarle el polvo de los pies que se le había pegado en los caminos polvorientos de Palestina. Ciertamente que quien los solía lavar era un siervo, no el señor de la casa. Pero el evangelio trastocó esto. Es la misma recomendación que hace San Benito al hablar de la acogida de los huéspedes, siguiendo al pie de la letra el mandato bíblico, aunque no creo que siempre fuese muy práctico: El abad dará aguamanos a los huéspedes, y tanto el abad como la comunidad entera lavarán los pies a todos los huéspedes (RB 53, 12-13).
A los huéspedes había que lavarles los pies, pero los monjes no son huéspedes. El lavatorio de los pies de los monjes hay que entenderlo desde la óptica del lavatorio de pies de Jesús a sus discípulos “para que nosotros hiciéramos lo mismo” (Jn 13, 14). Un lavatorio que, precisamente, se hace durante una comida, una comida muy especial, hasta el punto que el evangelista Juan sustituye el relato de la institución eucarística por el del lavatorio de los pies. En la eucaristía el Señor es el cocinero y el mismo alimento, pues precisamente él es el que lava los pies a sus discípulos. De esta manera hay que reconocer que San Benito no ha podido elegir mejor lugar para situar el mandato de lavarnos los pies los unos a los otros, como un servicio humilde de caridad, unido al mismo hecho de alimentarnos. ¿Hay mejor alimento que el amor fraterno, la caridad mutua? En realidad, San Benito no hace sino recoger la tradición del monacato del desierto de los primeros siglos transmitido por Casiano en sus Instituciones cenobíticas (libro 4, 19), donde la sinaxis dominical que empezaba el sábado por la noche se constituye en eje de los que terminan su servicio de caridad y de los que lo empiezan, un servicio ejercido con verdadera entrega de sí mismos. Es un texto que merece la pena recoger para captar la sensibilidad que tenían esos monjes del desierto que pudiéramos imaginar menos sensibles que nosotros:
“Por toda la Mesopotamia, Palestina, Capadocia y por todo el Oriente, cada semana los hermanos se suceden alternativamente para cumplir estos oficios, de modo que según el número de los hermanos, se fija el número de los que sirven. Se apresuran a cumplirlos con tanta devoción y humildad que ningún esclavo ante un dueño severo y prepotente mostraría igual dependencia. Hasta tal punto es así que, no satisfechos con estos servicios que cumplen según el mandato de la regla, también se levantan de noche para aliviar con sus esfuerzos a aquellos a quienes estos trabajos incumben especialmente y se aplican a hacer a escondidas lo que debería ser hecho por otro.
Cada uno, al recibir los servicios de la semana, cumple con ellos hasta la cena del día del Señor. Terminada la cena, el servicio de toda la semana concluye de la manera siguiente: todos los hermanos reunidos cantan los salmos que tienen por costumbre cantar antes de acostarse. Aquellos que van a ser reemplazados lavan los pies a todos, por orden, pidiéndoles ardientemente la gracia de la bendición por el trabajo de toda la semana, de modo que mientras ellos cumplen el mandato de Cristo, los acompaña la oración de todos los hermanos, que interceden por sus faltas involuntarias y por los pecados cometidos por la fragilidad humana, y encomiendan a Dios un sacrificio pingüe (Sal 19, 4) los servicios realizados en la entrega.
El lunes, después de los himnos matutinos, entregan a los que los reemplazan los utensilios y objetos con los que sirvieron. Los que los reciben, a su vez, los cuidan con gran solicitud y esmero para que no se estropee algunos de ellos o quede estropeado. Tan es así, que consideran los objetos más ordinarios como sagrados y están seguros que han de dar cuenta, no sólo al ecónomo presente, sino también al Señor, si tal vez alguno de ellos quedara estropeado por su negligencia”.
Esta insistencia en la dimensión espiritual de algo tan cotidiano es una invitación a tomar conciencia de la actitud espiritual a tener en ese servicio de caridad, máxime cuando en la Regla no se habla para nada de la forma concreta cómo realizar dicho servicio.
Vemos finalmente cómo San Benito quiere que se mantengan las cosas bien cuidadas y en orden, teniendo siempre una visión superior de las pequeñas cosas que hacemos día a día, pues nada carece de importancia en la vivencia del amor.