CÓMO HA DE SER EL CILLERERO (mayordomo) DEL MONASTERIO
(RB 31-03)
A las muchas cualidades humanas y espirituales que ha de tener el cillerero como padre material del monasterio, San Benito añade su sensibilidad para con los más débiles: Se preocupará con toda solicitud de los enfermos, de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio tendrá que dar cuenta de todos ellos. Quien vive según Dios ha de tener los mismos sentimientos de Cristo y preferir a los más pobres y débiles. Está claro que cuando San Benito dice esto tiene muy presente el capítulo 25 del evangelio de San Mateo, que hace referencia a las obras de misericordia, medida que se utilizará el día del juicio final (Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel, y me asististe). La espiritualidad monástica procura encarnarse en lo más concreto, no debe ser para nada enajenante de la realidad.
Los poderosos, los ricos en dinero o en cualidades humanas, se hacen notar enseguida y obtienen algún beneficio por eso. Los más débiles carecen de la importancia necesaria para que se fijen en ellos, por lo que hay que agudizar el oído y ser especialmente sensibles para percatarse de sus necesidades y de su presencia. Los quehaceres de la vida nos hacen duros de oído o sin tiempo para prestar atención a los susurros de los necesitados. De ahí el recuerdo de San Benito para que el cillerero no los descuide.
Y eso que pide al cillerero también es aplicable a todos nosotros, más prontos a cuidar las propias necesidades y a resolver las cosas más importantes, que a “perder el tiempo” con los que cuentan menos. Esto mismo nos pone delante la diferencia entre el hacer y el ser, entre lo grande y lo esencial, entre lo llamativo y lo valioso, entre lo que se hace con fuerza y lo que se hace con alma. Las relaciones humanas humanizan cuando se presta atención a las necesidades de nuestros semejantes, del prójimo más cercano. Las muchas obras agitan el corazón, provocan la vanagloria y ensordecen el oído, salvo que estén en función de las necesidades ajenas.
Quien tiene el poder, en este caso el cillerero, no sólo no debe humillar ni contristar a los demás, sino que ha de tener muy claro que ese “poder” se le ha dado para servir, es un poder para servir mejor, y se sirve a los que más necesitados están de nuestro servicio. Con razón San Benito le recuerda que debe velar por su alma. Es el poder de la vida que se nos confía, pero del que se nos examinará al final de nuestra existencia. Se nos confía la vida para dar vida. Se nos da poder para servir mejor. Quien vive centrado en sí mismo no cuida su alma, esa vida que se le da para entregarla. Y a nadie le puede beneficiar más que al necesitado. Nadie es verdadero propietario de nada. Todo viene de Dios. Por eso no somos más que administradores de todo lo que hemos recibido. Se nos invita a ser administradores fieles sacando el mayor beneficio de nuestras cualidades y bienes “invirtiéndolos” en beneficio de los demás, para así no procurarnos un tesoro en la tierra, donde hay ladrones que lo roban y carcoma que se lo come, sino en el cielo, donde se multiplicará su fecundidad. Quien se reserva la vida para sí mismo la gasta, pero quien la da, la invierte.
San Benito quiere que el cillerero se preocupe ante todo de las personas, y especialmente de los más necesitados, centrando su espiritualidad en el servicio pronto y generoso. Los espiritualismos falsos tienen mucho de pereza, imprudencia e indiscreción. También las cosas son importantes, se nos han dado para ponerlas al beneficio de las personas, y nuestra recta relación con ellas va educando el propio espíritu.
Nos sigue diciendo la Regla: Considerará todos los objetos y todos los bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar; nada tenga por despreciable.
Seguramente que más de un purista considerará una falta de respeto comparar los vasos sagrados del altar con las azadas, o a éstas con aquellos. Y los que no son tan puristas con la legua, sí lo son con sus actos, pues tampoco ellos suelen tratar las herramientas como si de vasos sagrados se trataran. Una de las cosas que más hacen sufrir en la vida comunitaria es el desorden en las cosas comunes o, al menos, el tener que sufrir el peculiar orden de algunos hermanos tan distinto al mío. Pero esto que puede ser una gran incomodidad, es también una gran ayuda. Cuando uno vive solo necesita una gran fuerza de voluntad para mantener el orden. Cuando uno vive con otros, es estimulado continuamente a procurar ese orden, aunque sólo sea para evitar tener que oír la queja de los demás.
Pero más allá de sus efectos comunitarios, la relación con las cosas nos ayuda en nuestra vida interior. Somos una realidad espiritual y material en un mismo cuerpo, como somos individuos y seres en relación a un mismo tiempo. Lo que hacemos en una de nuestras facetas existenciales repercutirá en las demás. Quien acostumbra a tratar mal las cosas, tratará mal a los hermanos y se tratará mal a sí mismo. Quien procura una relación respetuosa con las cosas, tenderá a ser respetuoso con los demás y consigo mismo. Todo va unido. Por mucho que coqueteemos con la esquizofrenia, lo que hacemos en un ámbito de la vida se verá reflejado en los demás. Por eso Jesús nos dice que por nuestros frutos nos conocerán. Y nosotros decimos que la cara es reflejo del alma, pues nuestra vida espiritual y afectiva termina reflejándose en nuestro mismo cuerpo.
El niño comienza a caminar con el taca-taca o ayudado de la mano de sus padres. Si no se le ayuda tardará más en caminar, pues tenderá a sentarse o gatear. Es muy importante ser conscientes de nuestra necesidad y abrirnos a esas ayudas que darán su fruto en los otros ámbitos más espirituales de la vida. Las grandes decisiones en la vida van precedidas de pequeñas decisiones cotidianas y continuadas. Quien procura darse día a día en lo pequeño es fácil que llegue a dar su vida cuando llegue un momento crítico. ¿Pero cómo la va a dar el que no ha sido capaz de darse en lo poco? Igual sucede en nuestro trato con las cosas o los animales. Un trato respetuoso con todo eso nos ayudará al trato respetuoso con las personas. Si el que vive en un gran desorden exterior es imposible que tenga su propia casa interior ordenada, lo mismo sucede con el que no es cuidadoso ni fiel en lo material.
Tratar las cosas como vasos sagrados no se refiere a llevar todo con guantes de seda, sino a valorar todo, a no tener nada como despreciable, a tomar conciencia de nosotros mismos frente a lo que nos rodea. En el fondo, el centro no está en las cosas mismas, sino en nuestra relación con las cosas. Se trata de nuestra propia alma. Como cuando se desprecia a un pobre y pensamos que no pasa nada, pero la actitud que hemos tenido en el corazón deja una profunda herida en la propia alma. Es lo que sucede también cuando despreciamos a un hermano, cuando nos despreocupamos de lo que pueda sentir o cómo le haya podido afectar nuestro comportamiento, cuando no estamos atentos a su necesidad y nos la quitamos de encima diciendo que es su problema o que madure, cuando guardamos resentimiento y no restablecemos las buenas relaciones con la reconciliación. Si debemos tratar las cosas materiales como vasos sagrados del altar, ¿cómo habremos de tratar a nuestros hermanos y cuidar nuestras relaciones?
En el juicio final no es que se nos premie o castigue, es que se nos va a presentar los frutos de nuestras acciones, el resultado de nuestras decisiones. Será la constatación de lo que hemos elegido hacer. Unifiquemos el corazón aprovechando lo más cotidiano de la vida, sabiendo que las cosas más sencillas, nuestra relación con las cosas y con los hermanos, van a tener una repercusión existencial en nosotros, hasta el punto de condicionar nuestro mismo ser en la vida presente y por toda la eternidad. Más allá de aciertos o errores, se trata de actitudes trabajadas.