¿Qué pasa cuando destruimos la tierra bajo nuestros pies?
El papa Francisco nos acaba de obsequiar con una encíclica que nos sonroja y grita a nuestras conciencias. No es una regañina, es una voz de alarma muy concreta que se une a otras tantas de gente sensible y lúcida. Decimos que no hay mayor sordo que el que no quiere oír. Estoy convencido que nuestra sordera no es consecuencia de maldad alguna, sino de la comodidad y de miedo a la verdad, la peor de las sorderas que nos permite posponer las soluciones hasta que ya deja de haberlas. Y ¿por qué? Porque lo vemos lejano, porque todavía no nos afecta a nosotros de forma dolorosa.
El papa Francisco nos habla de la casa común que es la tierra que hemos recibido, de nuestra responsabilidad y de cómo la maltratamos, pero hace especial incidencia en cómo eso está afectando a los más pobres. Si somos inconscientes ante la destrucción de nuestra casa es que somos tontos, pero si somos inconscientes ante el daño que eso provoca en muchas personas, principalmente entre los más desfavorecidos y vulnerables, entonces nuestra culpabilidad aumenta. ¿Pero cómo hacer crecer nuestra sensibilidad?
La lejanía es la que alimenta nuestra sordera. Ojos que no ven, corazón que no siente, dice la sabiduría popular. Y es que el corazón se mueve sólo cuando se conmueve, y se conmueve sólo cuando ve, oye, palpa, siente. ¿Cómo amar lo que no se conoce? ¿Cómo dolerse viviendo lejos del dolor? No es lo mismo imaginar la enfermedad que estar junto a ella, ni nos afecta lo mismo el estar junto a ella que el padecerla nosotros mismos.
El misterio de la encarnación del Señor nos ilumina al respecto, como nos dice San Pablo y la carta a los Hebreos: Él, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres (Filp 2, 6-7). Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso… Pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados (Heb 2, 17-18). ¿Qué necesidad tenía Dios de hacerse hombre para salvarnos o conocer nuestra realidad? ¿Quién puede conocer mejor a la criatura que su creador? Él no necesitaba rozarse con nosotros para saber lo que pasa por el corazón humano y, sin embargo, quiso meterse en nuestra piel, en nuestra debilidad, en nuestros sufrimientos. ¿No nos estará enseñando un camino a seguir sin dejarnos engañar por nuestras teorías que alimentan nuestra comodidad e indiferencia?
El papa Francisco nos lo dice claramente: “Quisiera advertir que no suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Ellos son la mayor parte del planeta, miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar. Ello se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados” (LS 49).
Y enuncia algunas de esas calamidades que soportan los más pobres a causa de la insensatez de nuestras actitudes consumistas: la escasez del agua potable, los cambios medioambientales que repercuten negativamente en las fuentes económicas de los países en desarrollo como son la agricultura, la pesca o los recursos forestales, sin que dispongan de otras alternativas económicas para su desarrollo y provocando migraciones para huir de la miseria. Ante todo esto reina una indiferencia generaliza, signo de la pérdida del sentido de responsabilidad por nuestros semejantes.
No somos dueños de la creación, sino que se nos la ha confiado para cuidarla y gozarnos de ella. Es “nuestra” casa, no “mi” casa. Cuando la maltratamos o cuando nos la apropiamos expulsando a otros seres humanos que buscan refugio, actuamos desde el pecado que nos aparta de Dios. No basta con reconocerlo o conmovernos, sino que hemos de actuar positivamente y de forma concreta. Por eso nos sigue diciendo el papa: “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento o, al menos, las causas humanas que lo producen o acentúan” (LS 23). Es urgente que todos colaboremos a cambiar los actuales modelos de producción y de consumo, especialmente los que provocan gases contaminantes, procurando energías limpias y renovables. De este modo podremos colaborar en la justicia para con los más débiles y con la tierra que se nos ha confiado y quiere continuar alabando a su Creador.