CAMINO ESPIRITUAL (Encuentro Fraternidades Laicas Cistercienses de España en Huerta, 26.ABR.2013) Pretender exponer un camino espiritual en una charla sería de una presunción sin límites. Pero ya que me lo habéis pedido, os propongo un simple esquema que pudiera ser útil para los que os sentís atraídos por el carisma monástico cisterciense. INTRODUCCIÓN En la vida todos sabemos que tenemos que hacer múltiples caminos. La vida misma es un camino existencial con diversas facetas. Nos vamos desarrollando físicamente, intelectualmente, relacionalmente, laboralmente,… Podemos seguir una dirección u otra. Según lo que elijamos así vamos fraguando nuestro futuro, vamos haciendo surgir las diversas puertas que se nos abren una tras otra ante nosotros. Pero todo eso que está en el plano del hacer o en su dimensión más visible, se sostiene por una realidad interior, espiritual, que no se ve, pero que sin ella el camino sería algo mecánico, como los movimientos de un robot más que de una persona. La realidad interior, espiritual, es como el alma que da vida a las cosas, el aire que nos mantiene vivos aunque no lo veamos. Un aire enrarecido nos va enfermando, mientras que un aire puro nos llena de fuerzas. Y aún sabiendo eso, la inmediatez y el pragmatismo en el que vivimos nos hace valorar poco lo más esencial por no ser claramente tangible. ¿Qué es hacer un camino espiritual? Hablar de algo espiritual nos puede sugerir entrar en el ámbito de las teorías, de lo no concreto, de lo romántico. Y, sin embargo, si creemos verdaderamente que somos espirituales, seres vivos y libres que hemos recibido el espíritu del Señor, entonces podemos pensar que hacer un camino espiritual es ser más y más nosotros mismos, entrar en relación con el misterio de vida que late en nosotros, con nuestra esencia más profunda y pura, liberada de tantos condicionantes que enrarecen nuestro aire y no nos dejan ser verdaderamente nosotros mismos. Con razón la palabra “espíritu” (pneuma) tiene el mismo origen que la palabra aire, que no paramos de inspirar y expirar, sin el cual no viviríamos más allá de unos pocos minutos. Cuando emprendemos un camino no podemos ir sin rumbo. Todo camino es un proceso que tiene un inicio, un recorrido y una meta hacia la que se dirige. Quien va sin rumbo fijo, simplemente pasea, el recorrido no le importa tanto. Pero quien busca llegar a una meta sí se preocupa por saber el itinerario que le lleve a ella. Lo que sucede en el caso del camino espiritual es que no se trata de acometer un proceso o unos ejercicios concretos que vayan a dar un determinado resultado, como el que se pone a construir un edificio o estudia una determinada carrera. El camino espiritual se sustenta más en la apertura a la gracia y en el cambio de actitudes que en las cosas concretas a realizar. Es un camino intuido, pero no trazado. Cada persona ha de realizar un camino muy personal, su camino, si bien hay unas claves comunes. El camino espiritual tiene algo de futuro y algo de pasado, encierra una novedad al mismo tiempo que tiene algo de “retorno”, no un retorno en el tiempo, sino en el sentido mismo del porqué existimos. El camino espiritual parte de lo que somos y se orienta a un futuro que no es absolutamente nuevo, pues busca recuperar algo perdido, descubrir lo que late escondido en nosotros, intentando ser lo que realmente somos y hemos sido llamados a ser y de lo que nos hemos “despistado” de alguna manera. Para Orígenes nuestra existencia terrenal es un regalo de Dios, un tiempo que se concede al ser humano para retornar a su Creador, de quien se alejó por el pecado, por el “cansancio” o “aburrimiento” de contemplar su rostro, atendiendo a otras cosas que le entretienen y hacen vivir fuera de sí. De las manos de Dios no ha podido salir nada malo. Todo lo creado es muy bueno. Es nuestra libertad la que elige el camino a seguir, pues la maldad sólo se encuentra en la decisión del corazón, no en los acontecimientos que vivimos, por muy dolorosos que sean. El camino espiritual tiene siempre como punto de partida a uno mismo, nuestra realidad personal, aquello que somos, con todo lo que somos y con toda nuestra historia. De ahí lo importante que es conocernos para iniciar el camino. Si no sabemos dónde estamos, ¿cómo saber por dónde ir? Ese camino es un proceso que exige un trabajo personal necesario que nos abrirá las puertas a una realidad fraterna y espiritual. Sócrates invitaba a comenzar el camino del conocimiento desprendiéndonos de lo que no somos, aunque lo aparentemos, de las cosas aprendidas pero no “sabidas”, es decir, saboreadas, experimentadas, conocidas por nosotros mismos. Hay que comenzar reconociendo nuestra propia ignorancia, nuestro saber meramente de oídas que no es más que repetición de lo escuchado, para atender al propio corazón, donde reside nuestro verdadero yo iluminado por la presencia del espíritu de Dios. PUNTO DE PARTIDA “Conócete a ti mismo” decían ya los griegos antiguos y se dijeron con decisión los primeros cistercienses. Quien no se conoce desvirtuará lo que conoce, pues no siendo consciente de sus límites proyectará en los otros sus limitaciones. Quien no se conoce pensará poder conocer, sin saber que el verdadero conocimiento no lo puede alcanzar desde sí, sino mirándose con otra perspectiva, pues quien está en medio del bosque no alcanza a vislumbrar la fisonomía del mismo. Quien no se acepta, nunca podrá llegar a conocerse, pues no aceptará lo que de él conoce. Pero para aceptarse hay que saberse aceptado, como para amar hay que sentirse amado. ¿Quién soy yo? ¿Cuáles son mis anhelos profundos? ¿Cuáles son mis deseos inmediatos? ¿Cuáles son mis sentimientos y emociones? ¿Qué es lo que no me perdono o rechazo de mí? ¿Qué borraría de mi pasado? ¿Cuáles son mis limitaciones, incoherencias y mentiras? ¿Qué cosas me arrastran, me esclavizan u obstaculizan el camino de mis deseos más profundos? Conócete a ti mismo sin miedo ni vergüenza. Debemos conocer y reconocer lo que somos, abrazando nuestra realidad y nuestra historia, reconciliándonos con todo lo que somos, lo que nos ha acontecido, nuestros límites. ¿Pero cómo poder hacerlo verdaderamente? Sólo hay una forma posible a mí entender: sólo podremos mirarnos con compasión y amor si nos sentimos mirados con compasión y amor. Cuando uno busca conocerse, aún en su mayor debilidad, debe hacerlo sabiéndose en la presencia de los ojos misericordiosos de Dios, que nos mira como hijos que le muestran sus heridas para ser curados y no condenados. Esta mirada de sí ante los ojos amorosos de Dios nos reconstruye, nos sana la mirada y el corazón para verlo todo de una forma nueva y saludable. Si primero no sanamos el sujeto, ¿cómo podrá ser saludable la relación con los objetos (personas, cosas, acontecimientos,…)? Y si sólo podemos conocernos y reconocernos desde la perspectiva y el amor de Dios, eso significa que necesitamos dejarle entrar en nuestras vidas, primero por el oído. Escuchar su palabra, rumiarla en la lectio divina, dejar que nos interpele en la oración, será el lugar idóneo para conocernos verdadera y pacíficamente, pues es la forma ideal para conocernos como él nos conoce. META Como decía al principio, necesitamos un objetivo en nuestro caminar, una meta a la que dirigirnos. La meta del camino espiritual no es otra que la de vivir en Dios y desde Dios, lo que nos da una forma nueva de ver y relacionarnos con los hombres, los acontecimientos y nosotros mismos, pues nada de lo creado es ajeno a Dios, mientras que vivir de espaldas a Dios nos distorsiona la realidad, viéndolo todo con la mirada invertida del egocéntrico, desfigurando la percepción y relación con lo creado, incluso con nosotros mismos. Con razón San Benito centra el camino del monje en la búsqueda de Dios, sin anteponer nada a Cristo, su presencia viva y tangible en medio de nosotros. Jesús vivía de cara al Padre, desde el Padre. Vino únicamente a hacer la voluntad del Padre. Y nos enseñó el camino, pues su deseo era que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. San Pablo nos invita incesantemente a dejarnos transformar por Cristo, diciendo de sí mismo que ya no es él quien vive, sino Cristo quien vive en él. En la tradición cisterciense se insiste continuamente en conformarnos con Cristo, adquirir la forma de Cristo, recobrar la semejanza divina con la que fuimos creados y que perdimos. El número 45 de nuestras constituciones dice que el fin de la formación a la vida cisterciense es «restaurar a los hermanos la semejanza divina por la acción del Espíritu Santo…, hasta alcanzar progresivamente la madurez de la plenitud de Cristo». Para ello nos ejercitamos en un estilo de vida que no son meras técnicas humanas, sino que por la acción del Espíritu nos van configurando con Cristo pobre, orante, obediente, etc. Ese camino espiritual basado en el buscar «revestirse más y más de Cristo», aprendiendo la «filosofía de Cristo», es algo que las mismas constituciones recuerdan al profeso solemne como una tarea a realizar durante toda la vida (cst 56 y 58); ese es el camino a seguir al que se nos invita a todos nosotros. Sólo haciendo ese camino recibiremos la mirada contemplativa propia del Espíritu. La paternidad espiritual que se recibe cuando se ha avanzado en el camino y que permite discernir entre los buenos y los malos espíritus. Pneumatóforos, es como se le llamaba al anciano espiritual capaz de ese discernimiento. Un discernimiento que todos reciben cuando se han puesto en esa senda. En la meta de ese camino está la unidad. Unidos a Dios y en Dios nos reencontramos con toda su obra creadora, en él realizamos nuestra unificación personal por su gracia, en él podemos vivir la unidad con nuestros semejantes, sintiéndonos hermanos, hijos de un mismo Padre y viéndonos más allá de las apariencias, viendo el corazón y valor intrínseco de cada uno. Podríamos pensar que no es para nosotros, pero todos estamos llamados a adentrarnos en la unidad del misterio divino, desde la oscuridad contemplativa de una fe deslumbrada, como bellamente nos lo expresa Isaac de Stella. Nuestra conformación con Cristo unifica el corazón, invitándolo a sobrepasar la pluralidad y la dispersión en que vivimos fruto de nuestra “deformación”, para volver a la unidad conciliadora de nuestro ser con Dios, armonizando mente y deseo (affectus), sometiendo la voluntad a la razón que mira hacia Dios, permitiendo así que el conocimiento de Dios nos vaya transformando, simplificados y unidos a él. Sólo vive en paz quien vive unido a Dios y a los hermanos, sólo éste conoce a Dios. Es una invitación a volver a lo esencial, a adentrarnos en la Unidad de Dios, uniéndonos a todo y a todos, con un corazón unificado que anticipa de algún modo la realidad futura, escatológica. Es un camino que busca una meta más allá de la inmediatez de adquirir buenas costumbres, busca la transformación del corazón en su realidad más profunda, revitalizar la imagen divina impresa en nosotros, viviendo desde Dios, en unidad con Él, sabiéndonos parte del Cristo total que a todos abarca. PROCESO 1. Introspección: conocimiento del propio corazón a la luz de la palabra de Dios El trabajo de introspección y conocimiento personal requiere un ámbito de silencio. Para oír debemos apartarnos del ruido. Cuanto más suave es el susurro que pretendemos escuchar, tanto mayor debe ser el silencio que se requiere. El hesicasmo nos propone tres momentos: fuge, tace, quiesce, o lo que es lo mismo, apártate del ruido, calla y mantente en reposo interior. El reposo no es mero descanso, sino oportunidad para que el agua agitada asiente sus sedimentos y se vuelva transparente o tiempo para poder asimilar lo que se ha tomado. Más que de inactividad habría que hablar de una actividad pasiva, momento en el que se deja que las cosas sean ellas mismas, paso de una etapa a otra, invierno donde las ramas se paran para que profundicen las raíces. El reposo del corazón prepara la estación de la vida, es la puerta de un nuevo crecimiento. Quien se aparta de los ruidos exteriores no se aleja por comodidad, sino que lo hace para descubrir sus ruidos interiores a los que hacer frente. Evagrio nos decía que cuando el monje va al desierto se ahorra las turbaciones de los sentidos, quedando frente a su mundo interior, el mundo de los sentimientos y emociones, el mundo de los pensamientos y las fantasías, el mundo de las propias pasiones, ese mundo que debe trabajar. Es una separación que nos permite tomar distancia de las cosas para no vernos atados por el activismo o la ansiedad. Pero si el apartamiento exterior es saludable, más lo es el silenciamiento interior. El primero no siempre es posible realizarlo, pero el segundo está más a nuestro alcance y tiene una mayor profundidad, adentrándonos en el reposo del corazón. Aquí se realiza un camino más espiritual, más pasivo. No es un mero estado de paz interior, de armonía o sosiego, aunque se dé. Se trata de un vivir en Dios por la oración, unido a Él y encontrando en Él la paz y la quietud. Ese reposo supone un pararse en todos los sentidos, un “estar” donde se está, no sólo estar en un sitio físico, sino estar con todo mi ser, sin divagar por otros lugares mientras estoy en un determinado lugar. Sólo así se da el reposo. Quien está en un sitio a disgusto o por obligación, está, pero no encuentra reposo, está inquieto, deseoso de marchar de allí, dándose la paradoja que, por ese mismo motivo, en realidad no se encuentra donde está presente su cuerpo. Para que haya verdadero reposo deben encontrarse en el mismo sitio el cuerpo y el espíritu, lo que supone estar con la voluntad y con la consciencia, sin dejar a los pensamientos volar sin orden ni concierto. Al crear ese ámbito de escucha interior vamos conociendo y descubriendo nuestra dualidad y división interna, nuestro querer y no hacer, una división no conocida antes del pecado. El hombre fue hecho por Dios a su imagen para poder vivir unido a Él, pero experimenta la dualidad fruto del pecado, la división y la falta de armonía por el enfrentamiento entre su origen divino y su egoísmo, entre el amor y el odio que parecen cohabitar dentro de sí. El hombre es «capacidad de Dios» y al mismo tiempo se aparta de El por el pecado. El pecado es el que trae la división y deteriora la imagen y semejanza que el hombre había recibido de Dios. La libertad humana pierde su adhesión espontánea a Dios y al bien, prefiriendo una adhesión que busca su propia gratificación inmediata. La palabra de Dios, con la reflexión bíblica que encierra, nos ilumina la realidad humana, su grandeza y su miseria, su deseo de Dios y su apartamiento de él. La rumia de la palabra de Dios nos ayuda a conocernos más y más, pues todo lo que en la Biblia se escribe es fruto de una experiencia iluminada por una vida de fe que lucha con sus dudas. La palabra acogida en la lectio divina y que nos interpela en la oración silenciosa, ilumina profundamente nuestro verdadero yo, nuestra imagen puesta frente a su modelo. Perdida la semejanza divina entramos en la región de la desemejanza nos dice Bernardo siguiendo a San Agustín. Una región que nos pone frente a los resultados de una vida sin Dios, de la experiencia de todas nuestras pasiones de una forma dominadora, desordenada y desorientada. Hasta llegar a la toma de conciencia del hijo pródigo que cuidando cerdos y sin tener qué comer, se acuerda de lo que ha perdido y emprende el camino de retorno: Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15, 14-19). En la región de la desemejanza reina la confusión, la noche de la ignorancia. No se puede salir de ahí por uno mismo. Se necesita tomar conciencia de la propia miseria por el camino de la humildad, aprender a conocerse y admitir que me encuentro en la región de la desemejanza. Este conocimiento de sí constituye el punto de partida del retorno a Dios, si bien el retorno no es posible sino por la Encarnación redentora del Verbo: el Hijo, que es la imagen perfecta del Padre, pasa de la “forma Dei” a la “forma servi” para “reformarnos”. El Hijo de Dios viene a buscar al hombre a la región de la desemejanza para volverlo al Padre. De ahí la importancia de escuchar su palabra, prestar atención al espíritu que late en nosotros de forma oculta y que se estimula al ponerlo en contacto con la palabra de Dios, palabra inspirada por el Espíritu de Dios y escuchada con el corazón. 2. Retorno ascético de conversión que purifica el corazón La vuelta a nuestra condición primera donde recobrar la semejanza perdida supone un programa de vida, un recorrido ascético orientado a combatir todo aquello que nos aleja de la semejanza divina, semejanza de Cristo, y a adquirir todo lo que nos hace crecer en dicha semejanza, especialmente la virtud del amor fraterno que nos lleva a la plenitud de vida en Dios. Un camino ascético que se hace gozoso cuando busca gustar a Dios, como les decía Guillermo de S. Th. a los novicios cartujos de Monte Dei: “Dejad para los demás el servir a Dios; vosotros debéis gustarle, entenderle, penetrarle, gozarle”. Cuando nos apartamos de los ruidos que nos entretienen comenzamos a escuchar lo que se produce en el propio corazón. Es entonces cuando oímos el ruido de las pasiones. Unas pasiones que desde antiguo se han sintetizado en los conocidos siete pecados capitales. Conocer cómo actúan en nosotros y cómo se engendran los unos a los otros, es importante para afrontarlos en el camino espiritual, como lo es también el papel del acompañante espiritual y de la comunidad que nos ayuda a reconocerlos con mayor objetividad. La soberbia es el primero de ellos, la fuente de todos los demás, su cabeza y origen. La soberbia es el alejamiento de Dios, atribuyéndonos a nosotros lo que sólo a Él le corresponde. Cuando esto hacemos, entramos en una espiral que nos aparta del prójimo por la envidia, pues quien se cree como dios no puede soportar que nadie le haga sombra. Enredados en la envidia hacemos que brote dentro de nosotros la ira, buscando la muerte del hermano. Es lo que el libro del Génesis nos recuerda cuando nos presenta como un acto de soberbia la pretensión de Adán y Eva de ser como Dios, por lo que fueron alejados del paraíso de Dios. Ellos engendraron entonces unos hijos entre los que se suscitó la envidia (Caín-Abel) hasta que prendió en la ira que dio muerte al hermano. Es la envidia y la persecución que sufrieron los profetas, los apóstoles y el mismo Jesús, cuya sentencia de muerte fue motivada por la envidia de los que se tenían por buenos. Quien experimenta las ataduras de esas pasiones se adentra poco a poco en una profunda tristeza que le llena de desgana por todo, especialmente por las cosas espirituales (acedia), abriéndole el camino de las compensaciones: la avaricia que busca consuelo y seguridad en las cosas materiales, la gula y la lujuria que buscan compensar desordenadamente en sí lo que no se ha sabido vivir gozosamente desde la donación y apertura a los otros. La lejanía de Dios nos va alejando del prójimo para encerrarnos en nosotros mismos, pero muy lejos de nuestro verdadero yo. Isaac de Stella nos representa esto diciéndonos: “Hay en nosotros siete corrupciones unidas a nuestra raza y a nuestro origen, de quien nace toda la generación perversa y la prole viperina de vicios y pecados. Estas son las raíces de la amargura, donde surge y proliferan los fuegos del pecado, las moradas de los demonios, los nidos de la muerte. La primera de estas corrupciones, yendo de arriba hacia abajo, según los vicios, su número, su orden y su maldad, es la soberbia. Esta es el amor a la propia excelencia. Es el usurpador que en cuanto puede se iguala al Altísimo; y como rechaza dar a otro la gloria de sus acciones, de él nace su primogénito: la envidia; porque todo arrogante es necesariamente envidioso. La envidia es el odio de la felicidad ajena. Detrás de ella viene la ira, que perturba el alma, porque no se puede tener calma para con el que se envidia. Si penetra más profundamente en el alma, engendra la tristeza; que absorbe sin medida el alma perturbándola, sumergiéndola en un abismo de desesperación. Allí es recogida por la avaricia: el amor del mundo viene a consolar suave y dulcemente a aquél que ha perdido una esperanza mejor. La avaricia se entrega a la gula, que le dice: Alma mía, tienes muchos bienes y reservas para muchos años, come y bebe. Lo que la gula engulle lo echa por la lujuria haciendo del ser humano tan precioso un vil excremento. Así se cumple en él aquello que se dice: «los que se criaban entre delicias abrazan los estercoleros». Y también: «están podridos como bestias en su estiércol». He aquí cómo el hombre que se ha deshonrado es comparado a las bestias, no sólo carentes de inteligencia, sino inmundas, porque se ha hecho semejante a ellas. En efecto, la soberbia le ha despojado de Dios; la envidia, del prójimo, la ira de sí mismo. La tristeza le ha tirado por tierra; la avaricia le ha maniatado; la gula le ha devorado; la lujuria le transforma en basura”. El monacato antiguo centró la parte ascética del camino espiritual en la lucha contra esos pecados o vicios, como vemos en Evagrio Póntico o Casiano, fuentes clásicas de la espiritualidad cristiana. Una lucha que se ha de orientar ante todo contra la cabeza, la soberbia, desactivando así en buena medida todas las demás. Y no hay mejor camino para ello que el de la humildad, su virtud contraria, como nos recuerda San Bernardo. San Benito dedica un capítulo de su Regla a hablarnos de los diversos grados de la humildad, como bien sabéis por los comentarios que os he enviado en estos últimos meses. Ese es el mejor itinerario para hacer un camino espiritual. Comienza con el reconocimiento de nuestra tierra (humus), nuestra frágil humanidad, sabiendo la predilección de Dios por los pequeños, los anawin, aquellos a quienes da a conocer los misterios de salvación. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, nos recuerda la Escritura, porque sólo ellos dejan a Dios ser Dios en sus vidas, confiando en él. La soberbia nos aleja de Dios y de nuestros semejantes. La humildad nos acerca a Dios y a nuestros semejantes. La soberbia provoca rechazo en los otros y alejamiento del mismo que la vive. La humildad atrae a los otros porque quien la posee se vacía de sí mismo. Jesús, nuestro modelo, decía de sí mismo que era manso y humilde de corazón. Los que somos su imagen tenemos que asemejarnos a nuestro modelo. El trabajo por subir los diversos grados de la humildad según San Benito será la mejor forma de orientar el camino espiritual. Es la subida por una escala que se asienta en su primer grado, el “temor de Dios”, es decir, caminar en su presencia, sabiéndole presente en todos los momentos de nuestra vida. Continúa en la actitud humilde para con nuestros semejante expresada en el amor y la obediencia mutua, aceptando con paciencia las cosas ásperas y duras, reconociendo los propios pecados, considerándose el último sin arrogarse dignidades indebidas. Finaliza expresando esa humildad en el porte exterior, en la mesura de la lengua, sin significaciones ni altanerías, en la actitud humilde, no violenta ni acusadora. La humildad sólo resulta creíble cuando su expresión externa es fruto de la vivencia interna que San Benito ha comentado. En caso contrario resulta afectada y repulsiva. El trabajo contra las propias pasiones nos da dominio humilde sobre ellas, lo que los antiguos llamaban apatheia, o en un sentido más cercano a nosotros “pureza de corazón”. Un corazón purificado es un corazón preparado para el amor, para entrar en unas relaciones saludables con los demás, sin las cadenas del propio egoísmo, aunque éste siempre esté acechando. 3. Amor: Agape – Schola Caritatis El ágape es el amor de donación. Pero dentro de nosotros tendemos al egoísmo, a la defensa del propio yo, como si de un instinto de supervivencia se tratase. Sin embargo, a los demás no tendríamos que percibirlos como una amenaza para nosotros. Cuando tenemos una visión de la realidad centrada en nosotros es normal que nos encontremos más seguros con nosotros mismos que con el diferente. Pero cuando se ha purificado el corazón, cuando la soberbia no reina en nosotros, habiendo dado paso a la humildad, se produce un cambio de percepción, comienzo a verme como parte de un yo más grande. Es entonces cuando empiezo a percibir a los otros como parte de mí y yo de ellos, como miembros de un mismo cuerpo, como hermanos, hijos de un mismo Padre, vivificados por un mismo espíritu como si de una sola alma se tratase. Es entonces cuando se comienza a vivir el amor de donación como algo natural, no son simples actos de caridad, sino un amor que brota hacia el otro sintiéndolo propio. No es un mero sentimiento gratificante –que puede no existir-, sino un acto libre que brota de una nueva visión de las cosas. Muy diferente del que vive dominado por sus propias pasiones, incapaz de amar en gratuidad cuando no recibe a cambio ni un sentimiento placentero. En la tradición cisterciense se habla con frecuencia de la schola caritatis, la escuela de caridad que es la comunidad. En el camino espiritual acecha muy frecuentemente el engaño, la ilusión, confundiendo los deseos con realidades consumadas. La comunidad es la escuela privilegiada donde se ponen a prueba nuestras pasiones, donde surge todo el mundo oscuro que llevamos dentro para ser conocido y trabajado. Es ahí también donde se pone a prueba la autenticidad del amor. Donde se capta la diferencia entre los actos de caridad que buscan sumar en perfección y la caridad que brota de un corazón que vive unificado, viendo a todos como parte de un mismo cuerpo, habiendo ordenado las pasiones, y todo ello sin que las cosas dejen de costar. La renuncia, el despojo, conlleva un dolor, pero el amor da una forma nueva al dolor de la renuncia: se duele más por el otro que por uno mismo. O dicho de otro modo, se siente el propio dolor en el fallo del amor más que en la pérdida personal. 4. Libertad de hijos: Parrhesía El trabajo ascético que lleva a la pureza de un corazón unificado con Dios y con los hombres en el amor hace experimentar la libertad de los hijos, que tradicionalmente se llama parrhesía. Es la libertad del que ama y nada teme perder porque nada le pueden arrebatar, ya que el amor pertenece al ámbito de su libertad y nada tiene para sí más precioso que el mismo amor. Es la libertad del que vive en presencia de Dios sabiendo que Él no dejará de portarse como padre. Aquí no son las leyes las que mueven, sino el amor, la respuesta al ser amado. Ese mismo amor que le lleva a anunciar y compartir lo que tiene, el amor recibido, la experiencia de una fe que le sostiene. La libertad que se vive en el interior se muestra en el exterior dando testimonio de lo vivido, sin complejos ni temores. 5. Contemplación, mirada contemplativa A veces la palabra contemplación nos puede asustar o pensar que no es para nosotros, pero no hay nada más lejos de la verdad. No todos tienen por qué tener experiencias extraordinarias, pero sí todos estamos llamados a ser contemplativos, a tener una mirada contemplativa, que no es otra cosa que vivir en Dios y desde Dios, haberse dejado transformar por la gracia, dejar que Cristo viva en uno y mirar las cosas, los acontecimientos, a nuestros semejantes y a nosotros mismos desde Dios. El contemplativo es tal en su propia vida, no por los acontecimientos puntuales que le puedan suceder. Esta es la meta del camino espiritual, del seguimiento de Jesús, habiendo adquirido la forma de Cristo. Ciertamente que esa transformación sólo la lograremos en plenitud después de la muerte, pero quien se sabe parte del cuerpo del Cristo Total, intuye y “saborea” de alguna forma esa plenitud, pues la gracia de Cristo es más fuerte que nuestro propio pecado. Es la fe que celebramos en los sacramentos, pero que necesitan un camino ascético para que sean fiel reflejo de una vida vivida, verdadera celebración. 6. Testimonio Quien tiene, da de lo que tiene. Quien no tiene, sólo puede dar de lo que le prestan. Quien se ha dejado conformar con Cristo no puede evitar que brote de su interior los sentimientos de Cristo, el deseo de vivir de cara al Padre, de anunciar a Dios, de dar su vida por todos, especialmente atento a los predilectos de Dios que sufren de cualquier forma. Quien conoce a Cristo, conoce al Padre. Quien conoce al Padre vive desde el amor del Padre y lo da a conocer. Por eso Jesús centraba la evangelización en ese testimonio: En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros.