LA EXPERIENCIA CONTEMPLATIVA Y SU FECUNDIDAD EN LA ACCIÓN La experiencia contemplativa y su fecundidad en la acción que produce son dos realidades inseparables. Dos aspectos marcados según la perspectiva desde donde se enfoque: la realidad de Dios o la nuestra. En Dios no hay tiempo, sino un eterno presente que tiene ante sus ojos todo pasado y futuro. Tampoco en él hay espacio, como si de una materia se tratara, sino que su estado es de puro ser. Adentrarnos en Dios en una experiencia contemplativa es adentrarnos en la realidad más esencial, unitiva en el tiempo y transcendente en el espacio. Nos puede resultar difícil entenderlo con la razón, pues nuestro tiempo se desarrolla en un continuo hacer cosas, mientras que el tiempo de Dios es ser. Nos puede ayudar a comprender esto la parábola de los trabajadores que fueron a la viña. Unos se presentaron a primera hora, otros a media mañana, otros por la tarde, y algunos a última hora. Según la lógica de los humanos jornaleros, debían recibir más los que más tiempo estuvieron “haciendo” cosas en la viña. Pero Jesús nos enseñó que en Dios no cuentan las horas, sino el acto, nuestro ser. Por eso, un acto puro de amor tiene un valor infinito, ya que toca la misma esencia del amor, igual que si hiciéramos mil actos, pues infinito e “infinito más mil” no se diferencian. Lo importante es “vivir en”. Quien vive en el amor actúa desde el amor haciendo más o menos actos, su número no importa tanto. Por eso hay quienes han hecho mucho recorrido en muy poco tiempo. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el premio a nuestros actos de amor lo hemos de encontrar en el mismo acto de amor, que nos transforma en él, nos adentra en nuestro verdadero ser, en el mismo ser de Dios. Quien espera recompensa por sus buenas obras está pidiendo el salario del jornalero olvidándose de su condición de hijo o de su relación unitiva y esponsal. Quien espera recompensa se considera un “extraño”, pues “todo lo mío es tuyo”, le dijo el Padre al hijo mayor de la parábola. Quien se enfada por no recibir recompensa de Dios o de los demás por sus obras buenas es que todavía no ha descubierto su verdadera condición. Ese tal es más digno de lástima que de reprensión, de paciente enseñanza que de corrección. Lo importante no era trabajar más o menos horas en la viña, sino ir a la viña. Por eso el “momento de Dios” en nuestras vidas puede tardar mucho o poco según nuestro reloj, pero Dios no mira el reloj porque no lo tiene, Dios mira el corazón. Es el momento transformador e iluminador del Espíritu. A la meta no se llega recorriendo más o menos kilómetros o pasando más o menos tiempo, sino adentrándonos en el propio corazón unido al “corazón” de Dios, ahí donde se produce la transformación o la iluminación. Nuestro tiempo nos pone nerviosos, pero el tiempo de Dios es otro. Nuestro tiempo está en función del hacer, por eso nos pone nerviosos, porque es breve y se acaba. Nos puede venir el desánimo o una profunda tristeza al mirar hacia atrás y ver el tiempo perdido o pensar que no avanzamos. Nos puede venir la ansiedad al ver que ya nos queda poco tiempo. Tomemos eso como un estímulo que nos impulsa a hacer el camino interior, pero sin caer en el engaño que nos paraliza. El tiempo de Dios está en orden de nuestro ser, de lo que verdaderamente «somos», y eso va más allá del tiempo medible. El tiempo de Dios es ser, el nuestro, hacer. No nos debe inquietar el tiempo, pero tampoco debemos dejar pasar el tiempo para entrar en la viña si es que hoy escuchamos su voz. Esto nos ayuda a vivir ya en un presente que deja presentir la realidad futura anticipándola de alguna manera y sin mirar atrás como si de un pasado sin retorno se tratase. El pasado ya no está, pero sí ha dejado su huella. El futuro es aquello que anhelamos, pero todavía no tocamos. El presente, si estamos haciendo el camino, lo es todo cuando anticipa la meta que deseamos y nos reconciliamos con el pasado que nos sustenta. Vivir nuestro hoy cada día, sea lo que sea, a la edad que sea, en la situación que sea, es vivir desde nuestro ser en Dios. Viviendo así quizá hayamos entrado en la viña sin saber que lo hemos hecho. En este sentido podemos situar la doctrina espiritual de San Bernardo que sigue a Gregorio de Nisa y, según la cual, se busca lo que más se desea y más se desea lo que más se busca; un deseo siempre insatisfecho, una tensión infinita hacia Dios, donde la cercanía de la meta acrecienta el deseo. La experiencia de unión contemplativa no es una meta para descansar, sino que redobla el deseo de dicha unión en una “ascensión interminable”. Nos dice Bernardo: “El amor es causa de la búsqueda y la búsqueda es fruto del amor” (SCant, 84, I, 5). Para Gregorio de Nisa “encontrar a Dios es buscarlo sin cesar. En esta vida no es una cosa buscar y otra encontrar. El premio de la búsqueda es seguir buscando. El deseo del alma queda colmado sencillamente por quedar insatisfecho, ya que ver a Dios no es otra cosa propiamente, que no estar nunca saciado de desearlo”. La participación en los dones de Dios no hace sino redoblar el deseo de Dios. Quien vive de la palabra de Dios y se adentra en el misterio salvador de Cristo que celebramos en la liturgia, ve cómo se acrecienta en él el deseo de Dios, tanto más cuanto más lo goza. Por eso no es de extrañar que quien más lejos está de Dios menos sienta necesitarlo, mientras que el que más vive en Dios más lejos se siente de él anhelando su presencia, pues es a la luz de Dios donde contempla su propia lejanía. Eso sí, por la humildad que se acoge a su misericordia es capaz de saberse sostenido por el mismo amor de Dios que viene a él, cuando el suyo propio parece alejarlo. En otras palabras, la cercanía de la luz descubre nuestras más pequeñas manchas que su lejanía no nos permitía ni intuir. Es entonces cuando nos sentimos incapaces de ir a Dios, pero nos hacemos receptivos a dejarnos encontrar por él. Es el sentimiento de lejanía en la cercanía, como cuando subimos a una montaña y vamos descubriendo la verdadera lejanía de la cima a medida que ascendemos, como si el horizonte se alejara. Eso nos invita a tener abierto continuamente el oído a la llamada divina que no cesa de gritar: “¡levántate, ven a mí!”. Es un comenzar de nuevo en cada instante, sin mirar lo recorrido, sino estimulado por la llamada que más y más intensa se hace cuanto más cerca se está de la Palabra. Por eso es más saludable abrir continuamente el oído del corazón que pararse a contar las obras realizadas.