“El hoy de nuestras comunidades” (Semana Monástica, Salamanca, 30 de agosto de 2009) Al analizar el hoy de nuestras comunidades me centraré en el monacato que conozco en España mirando de reojo su realidad global en el mundo actual. No voy a pretender presentar estrategias meramente humanas o reducir el tema a una mayor o menor cuestión de fe ante el futuro. Mi intención es contemplar la realidad actual de nuestros monasterios y de la situación social, cultural y religiosa en la que nos estamos moviendo hoy, algo que ha cambiado profundamente en las últimas décadas. Desde ahí podremos reflexionar y mirar el futuro con esperanza realista y trabajosa. SITUACIÓN EN QUE NOS ENCONTRAMOS Es llamativo cómo la vida monástica es uno de los carismas en la Iglesia que ha mantenido su identidad de forma más estable. Quizá sea porque en el origen de la vida religiosa se encuentra la vida monástica, siendo casi la única expresión religiosa hasta el nacimiento de las órdenes mendicantes en el siglo XIII. Quizá sea porque con el Estado del bienestar, aún en tiempos de crisis, su dimensión estrictamente espiritual y profética no puede ser suplantada por la labor del Estado. Quizá sea porque las corrientes espirituales de nuestro tiempo sean más afines al ideario monástico, estando claramente marcadas por un deseo de experiencia personal, de conocimiento de sí mismo, de buscar el propio centro, de vivir el momento presente, a pesar de sus muchas expresiones pseudo-religiosas. Quizá sea por la inercia conservadora que suele caracterizar a la vida monástica, no haciéndola muy proclive a cambios bruscos, máxime al moverse en un ámbito muy comunitario que le impide aventuras que rompan demasiado con la tradición recibida. Pero, al mismo tiempo, la vida monástica no se ha visto libre del fuerte impacto del cambio sociocultural de las últimas décadas, especialmente rápido en España. La disminución del número de hijos en las familias, el cambio político, la secularización, la emancipación de la mujer, la apertura a nuevas corrientes espirituales, el rechazo a una Iglesia vista impositiva durante mucho tiempo, la huida ante formalismos litúrgicos a favor de la vivencia personal, la dificultad de ir contracorriente en una sociedad gregaria, el desconcierto intraeclesial y monástico frente a esos cambios y la asimilación de las directrices conciliares, etc. Son tantas cosas en tan pocas décadas que han hecho mella en todos nosotros creando no poco desconcierto. La falta de vocaciones, el envejecimiento de las comunidades, la falta de valoración social, el ver cómo otras comunidades cierran y quizá la nuestra esté en la fila, hace que se empiece a buscar salvavidas con preocupación creciente. Con frecuencia la prioridad se centra en buscar candidatos/as incluso fuera de nuestras fronteras para poder mantener la vida. Pero también hay que dar respuesta al problema que conlleva el elevado número de ancianos/as en las comunidades y su condicionamiento a la hora de poder formar nuevas vocaciones. Si en los años cincuenta el “problema” que había que afrontar era el elevado número de nuevos candidatos, hoy nuestro reto es otro muy distinto pero igualmente importante. También hay que saber dar una respuesta adecuada a las casas que han de cerrar y el destino de sus miembros y de sus bienes, así como la adecuación de las estructuras a la nueva realidad que vivimos. Es importante contemplar toda esta situación difícil que nos toca vivir como un tiempo de salvación, con una mirada esperanzada que no engañosa. Hasta las situaciones más difíciles tienen su parte positiva que nos enseña a caminar si las enfrentamos de cara. Por otro lado, y mirando hacia el futuro, es necesario afrontar de forma positiva la presentación y anuncio de nuestros respectivos carismas y el trabajo vocacional, yendo allí donde se encuentran los jóvenes más inquietos y utilizando sus medios de comunicación, sin olvidar el ser críticos con nuestros métodos y reflexionar sobre el porqué de la falta de perseverancia vocacional. Del mismo modo, no podemos dejar de vista el movimiento espiritual que predomina hoy día en nuestra cultura y el diálogo interreligioso y abrirnos a las nuevas realidades que la misma Iglesia nos demanda, como la transmisión de nuestro carisma a los laicos o nuestra presencia orante en medio de la comunidad cristiana, facilitando su participación en la liturgia. ¡Cuánto bien hace a muchos cristianos el tener un monasterio como punto de referencia y oración en su andadura! Finalmente hemos de buscar esos aspectos esenciales de nuestra vida que debemos cultivar para acrecentar la vida en nosotros y en nuestras comunidades. Y, cómo no, afrontar con confianza y prudencia el reto de las nuevas tecnologías, esas en las que han crecido las futuras vocaciones y que asustan y desbordan casi completamente a más de una comunidad. Una característica muy común a todos los movimientos de reforma o fundación ha sido el dar respuesta a una necesidad social y eclesial concreta. Una respuesta sabia, iluminada por el evangelio y suscitada por el Espíritu. También hoy el Espíritu aletea en medio de nosotros y el evangelio sigue teniendo su mensaje. Nos toca a nosotros dar una sabia respuesta desde la escucha interior y exterior. Los movimientos de renovación que han sido capaces de captar las inquietudes eclesiales y espirituales de su época y se han comprometido con ellas de una forma renovadora, son los que han sido capaces de dejar huella, incluso en el arte y la cultura. La renovación no se puede entender como una moda o necesidad de reconocimiento, sino como una realidad vital que nos impulsa a afrontar cada instante de la vida como lo que es, algo siempre nuevo que sólo conocemos cuando tenemos delante. Es una respuesta a las necesidades reales de la Iglesia y de los hombres de hoy. Una respuesta no para “marcar tendencia” como en las modas, sino para expresar lo que vivimos. No cabe duda que hoy hay muchos cristianos que buscan con sinceridad, pero que han perdido el contacto con la espiritualidad cristiana de la Iglesia. El atractivo de la espiritualidad oriental, más en sintonía con una cultura personalista y racional, hace que se mire a ella como una realidad más comprensible y más al alcance de la experiencia personal respecto a uno mismo y transpersonal respecto a Dios, sin excesivos ritos ni imposiciones de fuera, aunque también sin grandes compromisos de vida. Pero este atractivo, reforzado por el plus que da toda novedad, puede provocar gran confusión al construirse prescindiendo de la base que ya se tenía. Sin embargo, hay que reconocer, que a pesar de su ambigüedad, sí encierra un deseo sincero de experiencia de Dios. Y es eso lo que nos debe iluminar, sabiendo que nuestra espiritualidad cristiana, aunque debe tener unas consecuencias morales y expresiones litúrgicas, no se puede centrar en una mera ascética y ritualismo, sino buscar la “tensión” de la búsqueda, de la mística, algo que hoy pueden entender todos los que buscan de verdad. Pero para entablar un diálogo con otros, primero tenemos que conocer bien nuestras propias raíces, el fundamento de nuestra fe. El no conocerlo nos hace titubeantes, sin personalidad, buscando más el reconocimiento de los otros que el diálogo sincero. Quien no conoce lo propio, acoge lo que se le ofrece sin actitud crítica o lo rechaza temerosamente. También esta apertura a lo diferente de hoy día nos puede ayudar a actualizar nuestro lenguaje, pues con frecuencia encontramos que casi todos expresamos realidades parecidas con términos diferentes. PROBLEMAS ESPECÍFICOS DE NUESTRA REALIDAD MONÁSTICA HOY Disminución de número de monjes/as La disminución del número de miembros en las comunidades conlleva una serie de problemas que hay que afrontar. La dificultad de encontrar superiores/as con las características adecuadas para llevar una comunidad en armonía, creando un clima fraterno, animando espiritualmente, dando una buena formación y afrontando los momentos difíciles por los que pasa todo grupo humano, genera una carencia que puede repercutir gravemente en las comunidades. Y, sin embargo, las comunidades ven con pavor la posibilidad de fusionarse e, incluso, en algunos casos se fundan casas nuevas. Bien sabemos que el tema es muy complejo y no podemos diseñarlo desde un escritorio buscando la eficacia, pues la realidad de las personas y la idiosincrasia de cada comunidad es muy particular. Pero no por ello el problema deja de existir. Y no sólo se trata de la escasez de superiores, sino también de formadores y cargos principales en la comunidad que necesitan una cierta preparación y capacidad. La necesidad de emplear personal externo para los quehaceres internos de la comunidad (cocina, enfermería, etc.). Esto, aunque es de gran ayuda, conlleva en ocasiones dificultades de relación, de vivencia del ritmo o estilo monástico, de comentarios inapropiados que traen y llevan noticias, … Es algo que no ha llevado a cuestionar la clausura, pero que exige un equilibrio y discernimiento en cada caso y en cada comunidad. La precariedad y reducción de nuestras comunidades puede hacer que algunos no valoren ya tanto nuestra vida –especialmente la vida monástica masculina-, incluso entre aquellos que debieran valorarla como un don para la Iglesia. Es un peligro dejarnos llevar por la forma de ver mundana que se fija más en las apariencias. Hay que reconocer que la disminución de miembros afecta a las posibilidades, incluso espirituales, de las comunidades. Pero no es justo “culpabilizar” de la falta de vocaciones a una supuesta falta de fidelidad o a una entrega débil. No todo es cuestión de falta de fidelidad. A veces se llega al final, donde ya no hay fuerzas ni capacidad, sino una larga vida entregada, donde sólo queda la alabanza a Dios por su fidelidad en nosotros. No obstante eso, hay que saber hacer autocrítica, sabiendo que sin renovación espiritual y madurez humana y comunitaria, se dificulta la entrada de nuevas vocaciones. Falta de vocaciones y de perseverancia Es un hecho que, en la actualidad, nos toca vivir con una acusada falta de vocaciones. Y como los males nunca vienen solos, está acompañada de la falta de perseverancia, algo en sintonía con una sociedad donde la “temporalidad” predomina sobre la perdurabilidad, donde los compromisos “para toda la vida” se hacen porque hay que hacerlos, pero no por verdadero convencimiento. Nuestra cultura que pretende una “felicidad” inmediata y sentida, que es débil ante el sufrimiento o la privación y que le cuesta esperar, disminuye la resistencia de los candidatos. Asimismo el estilo de vida de nuestras comunidades y su tímida respuesta a las demandas positivas de los que vienen, la forma de relacionarnos en comunidad o la poca intensidad espiritual, pueden ser otros elementos dignos de cuestionarse. En realidad se trata de un tema muy amplio que no pretendo aquí sino mencionar. Posteriormente me volveré a referir a ello desde la dimensión concreta que estamos viviendo. Pero sus múltiples aspectos y matices le dan una envergadura muy grande como para desarrollarlo aquí. Envejecimiento (ancianos/as) El envejecimiento afecta cronológica y numéricamente a las comunidades. Es mayor el número de ancianos y con más años, si bien hemos llegado a un punto en el que empiezan a disminuir su número por ley natural. Hemos empezando a superar el cénit de la ancianidad, entrando ya en la disminución de la misma por muerte natural. La afluencia de vocaciones en los años 40 y 50 hace que nos encontremos 50 o 60 años después con el límite natural entorno a los 80-90 años de vida. Por esta razón las comunidades disminuyen al mismo tiempo que aumentan en su edad media. Esto nos dice que las comunidades irán empequeñeciéndose y rejuveneciéndose, aunque no de la forma más deseable. Aquellas comunidades que reciban vocaciones y perseveren se verán rejuvenecidas más rápidamente, y no sólo por el fallecimiento de los mayores. Como punto de referencia puedo presentar resumidamente un estudio que hice en 2007 sobre el estado de los monasterios cistercienses de España -tanto masculinos como femeninos- pertenecientes a la OCSO y los pertenecientes a la CCSB. Un total de 41 monasterios (31 femeninos y 10 masculinos), con una edad media de 68,5 años para las monjas y 62 años para los monjes. Entre las monjas superan los 60 años casi el 80%, mientras que entre los monjes es el 60% los que superan dicha edad. Si nos fijamos sólo en las monjas nos encontramos que la pirámide de edad es muy llamativa. Y si aún no es mayor es debido a las vocaciones no españolas, que prácticamente son la totalidad, predominando las que vienen de Latinoamérica (72%) y seguidas de las proceden de India (22%). Esta situación probablemente no dure más de 20 o 30 años, ya que por ley natural nuestros mayores irán a descansar definitivamente, quedando menos comunidades, más pequeñas y más rejuvenecidas, todo dependiendo del número de nuevas vocaciones. Pero mientras tanto es una situación que requiere ser afrontada de la forma más humana y creativa posible. No parece que vaya a haber un aluvión de vocaciones en los próximos años, pero aún en el supuesto que ello fuese así, necesitarán un tiempo de formación y asimilación del carisma sin que se las sobrecargue desde el inicio, lo que puede durar varios años. ¿Cómo afrontar la realidad de las casas que cierran? Antes se solucionaba enviando a los pocos miembros que quedasen a otros monasterios, pero ahora supondría aumentar el número de ancianos y enfermos en una comunidad donde, quizá, ya son muchos en esas condiciones. El ideal, no cabe duda, es que todos se queden en aquella casa donde entraron, pero también hay que procurar que si algunos/as tienen que dejar su casa porque se cierra, puedan ir a un contexto lo más parecido posible al monasterio donde siempre vivieron (pensar ir a una residencia civil es algo muy caro y distante de nuestro estilo de vida). Si no es posible hacerlo en otra casa de la Orden, quizá habría que pensar en un monasterio-residencia donde nuestros ancianos/as puedan seguir viviendo en un contexto monástico aquello que profesaron, con una comunidad y una dinámica de oración y actividades adecuadas a su situación. Un lugar donde puedan ser atendidos/as en sus necesidades materiales por personal seglar, liberados así de preocupaciones que les superan. Quizá, en algunos casos, también podrían ir a esos monasterios-residencia personas que por su enfermedad o la situación precaria de su comunidad, resulta del todo imposible poder ser atendidas en su casa. Es inhumana la carga a la que a veces se somete a personas mayores para que atiendan a otras mayores. Nuestros mayores merecen que hagamos todo lo que podamos en agradecimiento a la entrega de sus vidas. Al mismo tiempo, no podemos olvidarnos de la realidad de las nuevas vocaciones. Las jóvenes vocaciones también tienen derecho a ser igualmente atendidas. Suelen venir con buen espíritu, dispuestas a dar lo mejor de sí, pero es justo que les proporcionemos un espacio apropiado para desarrollar de forma equilibrada su vida monástica. En caso contrario pueden experimentar fuertes luchas interiores que nada tienen que ver con la generosidad de la entrega. En una ocasión una joven monja me dijo: “deseo entregarme a Dios y dar la vida, pero dar la vida por algo; la sensación de entrar en el monasterio para pudrirme no la soporto”. Son palabras duras, pero reales. Y es que los jóvenes necesitan una proyección de futuro en su misma entrega. No es extraño constatar cómo hay una tendencia natural de los jóvenes a preferir las comunidades donde ven que hay juventud. De ahí que la realidad de la ancianidad en nuestras comunidades sea un tema que no podemos dejar de lado. De todos es sabido la gran dificultad que supone la empresa, especialmente por la autonomía de nuestras comunidades, los lazos afectivos, el miedo a desarraigarnos de donde vivimos, etc. También la idea de fusionarse con otras comunidades resulta una empresa ardua y no soluciona la dificultad que supone un gran número de ancianos/as. Pero como quien se sienta a lamentarse no avanza nada, sería bueno intentar ayudar un poquillo a la Providencia y escuchar por si nos está diciendo algo. Puede haber múltiples formas de hacerlo adaptándose a las diversas circunstancias, pero algo hay que hacer. Con frecuencia, cuando no hacemos nada, pudiéndolo hacer a nuestra manera, llega un momento en que son otros los que nos lo hacen a su manera. Y mientras tanto no parece saludable el “ir tirando” como se pueda. Sé que en las comunidades monásticas hay gran capacidad de sacrificio y de entrega, pero eso no quita para intentar buscar el mayor bien para todos. La buena voluntad dura mientras haya manos que puedan trabajar e ingresos que nos puedan sostener. Y aquí está apareciendo otro problema hoy día: la disminución de las pensiones. A comienzos de los años 80 hubo gran debate si debíamos o no cotizar a la Seguridad Social con vistas a la jubilación. Muchos hablaban entonces de falta de confianza en la Providencia. Gracias a Dios la Providencia actuó a través de personas lúcidas que se empeñaron en que las cotizaciones fueran una realidad. Diez años después se vio que la medida fue muy acertada, facilitando el mantenimiento de las comunidades cada vez más envejecidas. Incluso los ingresos comenzaban a ser cuantiosos, lo que facilitó, siquiera parcialmente, el arreglo interno de muchos monasterios. Pero al haber superado el límite de número de ancianos, ahora vemos cómo las pensiones se van reduciendo poco a poco en la medida en que fallecen las hermanas/os. En los casos en los que no hay renovación vocacional se ha de vivir de forma más ajustada de las rentas o de los ahorros guardados en momentos más boyantes. Estructuras desproporcionadas Otras de las dificultades que conlleva la disminución de miembros en las comunidades es que las estructuras que se tenían comienzan a ser desproporcionadas en algunos casos. No pocas comunidades llegan a sentirse “aplastadas” por los edificios y la complejidad cada vez mayor de nuestra sociedad, especialmente en el campo administrativo, donde las exigencias son cada vez mayores. Esas estructuras también pueden resultar desproporcionadas a nivel comunitario, cuando se insiste en mantener las obligaciones diarias como antaño, cuando la comunidad era más numerosa y joven. El deseo de mantener las estructuras puede desvirtuar lo verdaderamente valioso, que es la armonía de nuestra vida. La sobrecarga y la tensión que conlleva entorpecen la vivencia de una vida contemplativa y, con frecuencia, hace recaer lo más duro en los superiores/as, limitando su acción pastoral. De ahí que sea de alabar el esfuerzo de las comunidades que han tratado de adaptar su economía, edificios, liturgia, asistencia sanitaria, etc., a sus circunstancias actuales. Futuro de los bienes materiales Existe también una comprensible preocupación con los bienes materiales, especialmente los edificios, de aquellas comunidades que tienen que cerrar y que no se encuentran con capacidad suficiente para poder gestionar esa realidad. En algunos casos esos bienes inmuebles son de “interés cultural” (BIC), siendo especialmente tentadores para la Administración. En otros casos han sido una “donación pía” o la diócesis muestra un interés muy especial porque no se vendan y pasen a formar parte de los bienes de la misma diócesis, entrando en la discusión de quién debe beneficiarse de los bienes eclesiásticos, sabiendo que todos somos Iglesia, incluso las hermanas que tengan que dejar su monasterio e ir a otro lugar y otra diócesis. Este problema es aún más delicado en aquellos casos en los que los monasterios no tienen un respaldo en una Congregación u Orden, sino que simplemente están federados. Sin duda que no todos los casos son lo mismo. Cada situación requiere un tratamiento diferente. A veces los edificios no tienen gran atractivo. Otras veces no son de interés cultural ni eclesial, pero sí pueden producir grandes beneficios por su ubicación. Hay ocasiones en los que se presenta una comunidad religiosa nueva que pudiera tomar el relevo, pero sin olvidar el derecho que tiene la antigua de beneficiarse de su propia casa. No siempre hay buen entendimiento entre las partes interesadas. Todo esto invita a intentar clarificar en lo posible los documentos de propiedad de todos los edificios, así como coordinar una forma de actuación que haga más llevadero el doloroso trance del cierre a las comunidades que llegan a su fin. Desánimo, preocupación, confianza La situación difícil por la que pasamos nos pone frente a nuestra realidad frágil, nos hace sentir el deseo de afrontarla y nos invita a descansar confiadamente desde la fe, descubriendo lo verdaderamente esencial de nuestras vidas. A veces, es cierto, se contempla una cierta inercia, acomodo o aceptación pasiva ante tal situación, pero no cabe duda que se trata de un reto para aquellos que quieran afrontarlo desde la fe. Eso sí, es bueno que tomemos conciencia de lo que somos y busquemos un nuevo significado a nuestra realidad. Por ejemplo, antes se veía enriquecedor que hubiese el mayor número de comunidades extendidas por el mayor número de diócesis, buscando una mayor presencia en un más amplio territorio geográfico. De esta forma se pretendía hacer presente la vida monástica en medio de un mayor número de grupos humanos. Hoy, sin embargo, hay que asumir que la realidad social es muy diferente. Las distancias son cada vez más pequeñas tanto geográficamente como en cuanto a la comunicación. Desplazarse no sólo resulta sencillo, sino que puede suponer un atractivo añadido. Y el conocimiento de lo que sucede en lugares distantes de nosotros ha roto todas las barreras. Por eso tampoco hay que preocuparse porque disminuya el número de monasterios en cuanto a su presencia significativa. Hoy hay medios de mayor peso que la mera presencia física para hacerse presentes en nuestra sociedad. Si un monasterio tiene influencia espiritual y tiene algo que transmitir, esto va a llegar a muchos rápidamente, aunque estén lejos. El tema principal es que tenemos que tener vida en nosotros e irradiar algo que sea luz para los hombres de hoy. La significatividad del signo no está en el número ni en el tamaño. Saber que podemos ser significativos aún siendo pocos y pobres es un hermoso signo de humildad para que la gracia de Dios actúe. Hacer todo lo posible por mantener el número de los monasterios no creo que deba ser nuestra primera preocupación. Es más importante buscar que las comunidades sean viables y tengan vida, pudiendo tener en primer lugar un superior/a que lo facilite y sea maestro espiritual para su comunidad. Desconcierto ante la nueva realidad que nos rodea Intuimos que muchas cosas han cambiado a nuestro alrededor y nuestro carisma no parece ser muy atractivo. Bien porque nos falta gancho espiritual y/o comunitario, bien porque no conectamos con un lenguaje comprensible para nuestro tiempo y la juventud, bien porque grandes ámbitos de nuestra sociedad hacen oídos sordos a un determinado género de vida, bien por la confusión reinante en las personas religiosas o buscadoras espiritualmente (dentro y fuera de la Iglesia) que se ven bombardeadas por valores o expresiones nuevas y culturas religiosas diferentes,… Vemos que algo ha cambiado y experimentamos un deseo de abrirnos a lo nuevo, pero sin saber explicitar muy bien de qué se trata, por lo que también hay quien mira para atrás en busca de algo más seguro y conocido, sin saber tampoco si esa es la respuesta. Y, mientras tanto, queda el deseo de una vuelta a lo esencial, a la simplicidad evangélica radical, que se hace más asequible por la fragilidad de las circunstancias que vivimos. No hay que tener miedo a la realidad que estamos viviendo, pues a fin de cuentas se nos ha pedido dar la vida en la fidelidad de un carisma y no ser más o menos numerosos. Pero, por otro lado, existe el peligro de espiritualizar la fidelidad encubriendo una sutil resignación a la muerte. Es necesario procurar con sinceridad una renovación para pasar el testigo del don recibido a otros que quizá lo desean compartir aún sin saberlo, confundidos por el ruido externo o por el envoltorio que nosotros mostramos. Esto sólo lo podremos hacer si descubrimos la vida que hay en nosotros. Está claro que deseamos seguir vivos y transmitir vida, conocedores que la vida siempre brota de dentro de la persona y de la comunidad. Esperar a que nos vivifiquen desde fuera es una peligrosa esperanza. De fuera nos pueden ayudar e iluminar, pero la vida sólo la podemos encontrar en lo profundo de nosotros y de nuestras comunidades, ahí hemos de buscarla. La hormiga tiene la misma vida que la ballena. La vida no está en el tamaño, sino en el organismo. El trabajo personal y comunitario, vivir desde la fe dejándonos cautivar por el don recibido y hacer de nuestras comunidades lugares de amor es lo que más atrae. Esto no siempre es fácil y no hemos de temer pedir ayuda a profesionales especializados que nos ayuden a solucionar los posibles bloqueos que se den en la comunidad y poder mejorar así las relaciones fraternas, la comunicación, etc. RETOS QUE AFRONTAR EN NUESTRO CAMINO HACIA EL FUTURO Conocer el tesoro que tenemos, vivirlo y ofrecerlo Donde hay vida hay ilusión, no en su acepción engañosa, sino como una atractiva esperanza. Creer en el valor de lo que hacemos y vivimos es imprescindible. La vida de fe, de oración y comunión fraterna es el primer paso para tener vida en nosotros. Entonces tomaremos conciencia que tenemos un tesoro que estamos llamados a compartir sin temores, sin complejos, sin compararnos con otros más exitosos, sin callar, sin preocuparnos si seremos aplaudidos o no. Hay que dejar ya de lado los complejos y miedos que nos paralizan. Tenemos algo grande que vivir y ofrecer, y no podemos callar. El mayor valor de la vida monástica está en su dimensión profética, como una “alternativa” de vida en comunión. Cuando somos capaces de vivir en la unidad que pasa por referirse más al “nosotros” y “nuestro”, que al “yo” y “mío”, estamos siendo un signo de esperanza en un mundo donde los fuertes y poderosos son los que vencen y aparecen como modelos frustrantes para la mayoría. El gran egoísmo en que vivimos, defendiendo siempre lo mío, mi colectivo, mi comunidad autónoma, …, y donde la solidaridad se suele limitar a dar algo de lo que se tiene, hace que la vida monástica, si es vivida en verdadera comunión, sea un signo profético y esperanzador en sí misma, como una alternativa a un estilo de vida cerrado demasiado en el individuo. Es importante no centrar nuestros esfuerzos en la supervivencia, sino más bien en el deseo de edificación de la Iglesia de Cristo. En tanto que estemos convencidos que nuestra vida es un don recibido que permite a hombres y mujeres crecer en la comunión en Cristo, seremos capaces de transmitir dicho carisma con la ilusión esperanzada de los que se saben poseedores de algo valioso. Tomar conciencia de ello nos lanzará continuamente a la misión dentro de nuestra vida monástica. Somos algo que merece la pena ofrecer cuando nuestra vida está orientada radicalmente hacia Dios, cuando hacemos un camino interior sin narcisismos ni ensimismamientos, cuando vivimos en una relación en comunión y con compromiso, cuando nuestro compromiso se expresa en lo concreto de la vida como una donación personal, cuando esa donación nos lleva a abrimos a los cercanos y a los lejanos en un diálogo cultural y religioso. Vivir desde y en lo esencial Tomar conciencia de que nuestra vida es ante todo algo “esencial”, algo que nos remite a lo más esencial de la vida misma y, por ello, se caracteriza de una gran simplicidad. Ahí está nuestro tesoro del que debemos estar orgullosos. Lo esencial es lo que permanece, porque fue, es y será, adentrándose en el presente eterno de Dios que no tiene pasado ni futuro, como lo tienen las cosas que pasan o todavía no son. Vivir en lo esencial es vivir en el hoy, en una actualidad que no es la de las últimas noticias, la última moda. Tener nuestro afán puesto en conocer las últimas noticias o ir a la última moda sin vivir en lo esencial nos puede hacer “pasar” con las noticias y las modas. Quien vive en lo esencial está abierto a las noticias y las modas viendo más allá de lo que dicen, como cuando miramos a alguien y descubrimos el tesoro de su ser sin quedarnos en el impacto positivo o negativo que nos produce su exterioridad pasajera. Tener una mirada desde lo esencial nos da luz para afrontar desde ahí el momento histórico por el que estamos pasando. Acrecentar el deseo Quien desea se siente vivo y lucha, buscando metas y asumiendo fracasos y pérdidas. Su vida es ilusionante no por el placer inmediato, sino por el sentido que todo adquiere a su paso, haciendo incluso de la adversidad o la atonía algo merecedor de ser afrontado. Es importante acrecentar el deseo como motor de nuestra vida monástica, algo que no sólo basta con esperar a que surja, sino que también hay que procurarlo, como la pareja que trabaja por mantener siempre vivo el amor. Hay un deseo profundo que todos tenemos y que nos orienta a Dios mismo, como nuestro origen y nuestra meta. Pero junto con ese deseo esencial, primigenio, tenemos multitud de deseos que expresan de alguna manera ese deseo fontal. Algunos deseos son claramente engendradores de muerte, como los pecados capitales, que nos apartan de Dios, de los demás y de nosotros mismos. Otros deseos, sin embargo, son como expresiones limitadas del deseo esencial que nos habita; la vida o muerte que nos generen dependerá de la orientación que les demos. De ahí la importancia de acoger los deseos que sentimos ordenándolos en función del deseo primigenio que nos lleva a la plenitud de nuestro ser sin dañarnos ni dañar. El deseo más fuerte que sentimos es el de la supervivencia. Ahí se encuadra la atracción sexual llamada a la procreación y abierta a la experiencia del amor, experiencia espiritual de donación que nunca encontrará plenitud en esta vida. La felicidad que promete no es duradera, es limitada y no siempre está al alcance de todos. La experiencia religiosa deja al margen la expresión genital, pero no su dimensión sexuada ni afectiva. Quizá por eso la experiencia religiosa puede conducirnos a otro tipo de experiencia más honda, tocante al espíritu y sin las limitaciones espaciotemporales de nuestra realidad física. Por eso, quizá, es en esta dimensión espiritual donde más nos acercamos al deseo fontal que habita en nosotros. Limitarnos a anular o reprimir nuestros deseos nos puede mantener célibes, pero insípidos, si es que más tarde no nos aboca al libertinaje. Sólo si asumimos nuestros deseos, integrándolos y orientamos por la virtud de la castidad y la gracia de Dios llegaremos a ser célibes felices que buscan a Dios y se entregan a los hermanos. Es lo que nos dice un autor cuando afirma también: “Quizás una de las causas de la actual “noche oscura” o “hibernación” de la vida consagrada sea un cierto “concubinato secularista y/o viudez esponsal”. La buena noticia de la mística esponsal puede sacudir y revitalizar. Puede también liberar de la desidia de la acedia, de la castidad infecunda, del racionalismo sin celo, de la novedad sin nueva vida, del espiritualismo sin cuerpo, del ritualismo sin alma y del legalismo sin espíritu. Esta buena noticia presenta el sacramento de la Eucaristía como una entrega esponsal, la cual nos invita a retornar al primer amor, ese amor original y primordial, ese amor de primor que apasiona y devuelve la vida y las ganas de generarla para que otros también vivan. A partir de este amor apasionado las estructuras cambian, la tradición se enriquece, la Iglesia florece y el mundo rejuvenece” (D. Bernardo Olivera). Esa dimensión esponsal es la que nos invita a vivir también el papa Benedicto XVI cuando nos dice en su discurso a la CIVCSVA de noviembre de 2008: “Cuando los monjes viven el Evangelio de forma radical, cuando los que se dedican a la vida totalmente contemplativa cultivan en profundidad la unión esponsal con Cristo, de la que habla ampliamente la instrucción Verbi Sponsa, el monaquismo puede constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria de lo que es esencial y tiene la primacía en toda vida bautismal: buscar a Cristo y no anteponer nada a su amor (…) Los monasterios han de ser cada vez más oasis de vida ascética, donde se perciba la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la opción por lo Absoluto de Dios esté envuelta en un clima constante de silencio y contemplación”. Aspirar a la mística La mística en nuestros monasterios es todo un reto para con la sensibilidad religiosa de hoy día, donde se prioriza la experiencia espiritual buscando la dimensión primigenia que se encuentra en la base de toda expresión religiosa. Ello no significa que debamos renunciar a nuestro monacato cristiano que es en Cristo donde encuentra su fundamento primero y último. Quizá la contemplación como último estado de la oración haya sufrido demasiado el marco cultural del racionalismo ya desde la Ilustración, lo que ha hecho que la oración se haya centrado demasiado en lo racional, siendo vista desde la razón, la memoria y la voluntad, con una intencionalidad moral. El camino de la mística, tan enraizado en la tradición cristiana más profunda, es un puente de acceso a la espiritualidad que subyace en nuestra cultura actual –con todos los “peros” que queramos ponerle-; incluso lo es para una psicología transpersonal que busca la identidad más auténtica en la propia profundidad, más allá del yo organizador que nos permite funcionar. La mística busca pacificar la actividad de un yo que nos oculta aquello que siempre es. La “nada” de los místicos da ese paso. La capacidad de percepción mística se intensifica cuando mi yo activo queda relegado a un segundo plano. Dios se reconoce a sí mismo en su imagen creatural, que se deja atravesar como si de un cristal limpio de todo protagonismo se tratase. Es el “diálogo” del Espíritu de Dios con el espíritu del hombre que son uno. De alguna forma es dejarnos introducir en ese diálogo de amor intratrinitario del que participamos por el mismo Espíritu de Dios en nosotros. También la mística es esencial en el diálogo interreligioso, donde la experiencia de fe existencial es un lugar de comunión más allá de las doctrinas que expresan las peculiaridades de las distintas tradiciones religiosas. Afrontar el tema vocacional Al hablar de la dinámica vocacional, a veces he escuchado que hay que confiar sólo en la Providencia. La verdad es que nunca lo llegué a entender, pues los monjes mayores siempre me hablaron de cuando iban por los pueblos buscando niños con posible vocación, allá por los años 40 y 50. Por otro lado, Jesús envió a los suyos a anunciar la buena noticia y nos envía a nosotros, siendo misioneros por nuestra misma condición de cristianos. Hemos recibido una misión y somos enviados a anunciar y dar testimonio de lo que hemos visto y oído. Está claro que Dios sigue llamando, pero necesita nuestros labios, nuestras manos, nuestra vida, para ayudar a clarificarse al joven que siente la llamada, como le sucedió al niño Samuel. Quizá hoy no podamos ir por los pueblos buscando niños, como se hacía en un contexto nacionalcatólico, pero seguro que podemos hacer otras cosas que sirvan de manos y boca al Espíritu. Anunciar y compartir el carisma recibido no va contra el espíritu monástico. Muy al contrario. Hoy hay sed de experiencia de oración y muchos buscan en tantas “ofertas” que se proponen con métodos que ayudan a encontrar un equilibrio interior, sin sospechar que dentro de la Iglesia hay eso y una vivencia espiritual en sintonía con la tradición religiosa en la que nacieron. En algunos monasterios se tienen distintas iniciativas que suelen dar buen resultado. Quizá ese resultado no se pueda computar siempre de forma numérica, pero sí que se hace bien a muchos cristianos que agradecen conocer el don de la oración y de la vida monástica para el bien de la Iglesia. Hay quien hace cursillos de vida monástica, talleres de oración o de lectio divina, etc. No están orientados a una mera exposición teórica, sino a la transmisión de la propia experiencia monástica y orante. Es importante hacer esto con una gran apertura de espíritu, no buscando inicialmente “echar el lazo”. No digo que no se puedan hacer encuentros vocacionales, sino que es bueno ofrecer el don que hemos recibido de una forma gratuita. Entonces podremos constatar cómo muchos aspectos de la vida monástica están muy cercanos a las inquietudes de aquellos que buscan y desean hacer un camino espiritual. Sin duda que de ahí terminarán surgiendo vocaciones de forma natural sin que se haya pretendido inicialmente. Puesto que hoy día hemos recibido en nuestros monasterios vocaciones extranjeras, sería bueno valorar lo que nos aportan y les aportamos, las dificultades que surgen, los retos que suponen, especialmente en el diálogo cultural que se produce. Si se acepta al “diferente” en casa es para abrirnos a él en un dar y un recibir consensuado en lo esencial y tolerante en lo secundario. Pretender recibir a personas de otras culturas y buscar sólo que se adapten a nosotros aún en las cosas más triviales, no sería justo. Obviamente el que llega debe hacer un primer trabajo de apertura y asimilación de los valores e, incluso, de las formas comunitarias, pues es él quien llama a la puerta, pero los de dentro deben tener la prudente sabiduría de saberse enriquecer y no anular nuevas formas que pudieran ser una riqueza para todos. Si se traen vocaciones extranjeras hay que ser lo más honesto posible y trabajar por darles la formación que se merecen, no limitándonos a ver en ellas un salvavidas de la comunidad en cuanto a personal se refiere. Para garantizar una mayor autenticidad en los que reciben y en las nuevas vocaciones que buscan, es de alabar lo que hacen algunos monasterios que organizan un discernimiento en origen, por ejemplo con una pequeña comunidad que propone el carisma y discierne a las posibles candidatas antes de venir a España. Tensión cultural intergeneracional en la transmisión del carisma La cultura es una forma determinada de expresarse el ser humano según su comprensión de la vida y de sí mismo, según sus valores y su forma de afrontar lo nuevo que va descubriendo y la valoración que continúe teniendo de lo antiguo…. En este sentido, nuestras comunidades están en una continua tensión entre el monacato recibido de culturas anteriores y su traducción en nuestro hoy sin que pierda el impacto profético (contracorriente) que siempre le caracterizó…. Por eso no sólo es un reto el diálogo intercultural, sino también el intergeneracional, que es como tener diversas culturas en casa, o una diferente que parece “empujar” a otra que estaba primero, con la tentación implícita de creerse la primera con derechos de antigüedad y la segunda con derechos de actualidad. Es necesaria una continua “inculturación cronológica” en casa, del mismo modo que se ha intentado hacer desde el Vaticano II al iniciar fundaciones en culturas lejanas. Necesitamos inculturarnos en la realidad contemporánea de la sociedad post-cristiana, si es que no queremos hacernos primero extranjeros en nuestro propio pueblo y, luego, anacrónicos. La diferencia cultural puede llevarnos a echar el cerrojo ante lo diferente o fomentar el interés por descubrir lo que los otros tienen y a nosotros nos falta, y ofrecer lo que nosotros tenemos y puede ser útil para los demás. Pero para que eso sea posible debemos aceptar la diferencia, intercambiar valores y consensuar los valores fundamentales y comunes. Sin duda que nuestro patrimonio monástico es un gran tesoro que podemos hacer más o menos accesible sin renunciar a lo esencial. Nuevas sensibilidades espirituales Frente a las nuevas sensibilidades espirituales no podemos más que abrirnos a su conocimiento, dando una respuesta desde lo que nosotros mismos tenemos. Muchas veces rechazamos las nuevas sensibilidades espirituales o tradiciones religiosas por desconocimiento o porque pensamos pueden ser un “peligro”, generan confusión entre nosotros o en algunos hermanos/as, nos pueden quitar terreno, etc. Sin embargo, son una oportunidad para profundizar en lo más genuino de nuestra fe y nuestro carisma. Ellas son un acicate para descubrir muchos aspectos y respuestas escondidas al vivirlas siempre como algo que damos “por supuesto”, sin tomar verdadera conciencia de ello. Cuando se nos cuestiona, se nos incomoda, pero también es una ocasión para descubrir lo que tenemos sin conocerlo verdaderamente. Lo diferente sirve para tomar conciencia de lo que soy (hombre-mujer, alto-bajo,….). Así, quizá, el diálogo con las nuevas sensibilidades espirituales nos llevará a ir más allá de las observancias –sin tener por qué dejarlas de lado-, para redescubrir el porqué de ellas, los aspectos esenciales de nuestra vida monástica, comunes en muchos aspectos a la sensibilidad actual. E incluso es posible que nos ayude a redescubrir la figura de Cristo de una forma nueva en nuestra vida monástica. ¿Por qué? El monacato cristiano tiene un sustento universal (unidad, paz, armonía, quietud, …) y está abierto a unas formas (oración, métodos, hábitat, horario, observancias, ….), pero ante todo la figura de Jesús de Nazaret, el Hijo que nos lleva al Padre por la fuerza de su Espíritu es algo incuestionable para nuestro monacato. Se podrá profundizar en el lenguaje, se podrán desacralizar ciertas formas cultuales, pero nunca podremos renunciar a la esencia de nuestro monacato cristiano. Eso nos permitirá entrar en un “diálogo” abierto, receptivo, sin miedos, pero no confuso, aunque sí humilde. Internet y la revolución informática Aún hay otro frente que se nos coloca delante como un verdadero reto. ¡Esto es cosa del demonio!, han pensado siempre algunas personas ante los inventos nuevos y revolucionarios (un coche que anda solo, un avión que vuela, un teléfono que nos une en la lejanía,…). ¿Cómo extrañarnos de los miedos que ahora nos invaden ante las nuevas tecnologías venidas tan rápidamente y que parecen atacar en su línea de flotación al estilo tradicional de la vida monástica? Hace poco más de 20 años comenzaron los ordenadores personales que ahora casi todo el mundo tiene. A ello se han añadido lo portátiles que permiten un uso todavía más “privado”. Hace unos 15 años comenzó el acceso a Internet. El Internet no es lo mismo que la televisión. Ésta es fundamentalmente un vehículo de entretenimiento, noticias y algo cultural, pudiendo encontrar alternativas a ellas con cierta facilidad. Pero el Internet, además de su posible uso como entretenimiento, tiene un poder de información y comunicación nunca visto. Y es eso lo que hace que debamos saber utilizarlo para que nos ayude y no dañe nuestro peculiar estilo de vida. Los jóvenes cada vez ven menos la televisión y más el Internet por las muchas posibilidades que ofrece. Es el lugar donde hoy “miran” los jóvenes y rastrean algunos inquietos buscadores, por lo que puede servir como selección inicial de aquellos que atraídos vocacionalmente se asoman a algunas de nuestras páginas. No lo harán, normalmente, los que no sienten inquietud o no están en sintonía. El Internet supone muchas cosas que cambian la forma de comunicarnos y de conocer. Muestra de ello son el correo electrónico o los tipos de comunicación más inmediatos y directos como el chat y el uso de la videocámara. También facilitan un intercambio cultural sin fronteras a través de las páginas web, las redes sociales como tuenti o facebook, los pujantes blog, etc. Es fundamental en el campo de la información, permitiéndonos acceder a todas las noticias de forma inmediata, así como a cualquier tipo de conocimiento y libros virtuales. En el campo del ocio y entretenimiento tiene un vastísimo abanico (juegos, películas, etc.). Pero también es una herramienta de trabajo necesaria (compras, cuentas y operaciones bancarias, …) y pronto obligatoria en la Agencia Tributaria y otros organismos públicos. Facilita mucho los viajes como localizador o con los navegadores GPS para saber por dónde se va a los sitios. Desde hace dos años ya está en el mercado una nueva tecnología táctil “touch again” (“toca de nuevo” la pantalla) que busca facilitar aún más el manejo. En todo este mundo los jóvenes se mueven con gran facilidad y casi con devoción, pero a muchos mayores les desborda. Y si a muchos padres les desborda, no digamos a nuestras comunidades que además de ser mayores son contemplativas y conservadoras por naturaleza, ¿qué pensar? Es bueno que miremos las cosas de frente, como son, pero sin dramatismos y sí con cierto sentido del humor. Nuestro tesoro es algo que no da la tecnología, por lo que seguimos teniendo algo que ofrecer y una vocación de la que enorgullecernos. Lo cual no nos evita el tener que procurar una continua actualización para, como San Pablo, hacernos todo a todos para que nadie se pierda al evangelio. Y lo que es más importante, tener la sabiduría de discernir el uso de todo lo que nos ofrece nuestra cultura integrándolo en nuestro género de vida para su bien. Hoy nadie cuestiona el uso del coche, ni del teléfono, ni de algunos medios de comunicación, lo que sí fue un reto para los monjes/as que se toparon con ellos por primera vez. Nuestras limitaciones personales ante una realidad tan nueva nos debe llevar a procurar un discernimiento comunitario. El diálogo sincero entre los hermanos y con los que vienen, nos pueden dar las claves para poner unos límites que nos ayuden a crecer en nuestra vida monástica sin demonizar nada. Dimensión formadora de la vida monástica Cuando se está dentro del bosque no se ve con claridad. Por eso nos cuesta valorar con agradecimiento la dimensión formadora que tiene la vida monástica en sí misma. Nuestra cultura de la inmediatez, la búsqueda de experiencias siempre nuevas, el conocimiento basto y superficial (noticias inmediatas, no debidamente contrastadas, buscadoras de emociones y venta, continuas y superpuestas, …) nos puede llevar a no tener paciencia, a no dejarnos ir haciéndonos, a cansarnos pronto de la vida monástica concreta y buscar nuevos métodos, experiencias, … Es una de las dificultades que acompañan a las nuevas vocaciones y que nos pueden confundir a nosotros mismos sin darles la ayuda adecuada. Es cierto que hay que estar abiertos a las formas y sensibilidades de hoy, pero no por ello podemos desdeñar los peligros que encierran y dejar de valorar algo que tenemos en la misma dinámica de la vida monástica: la relación con los hermanos y el descubrimiento del propio mundo interior, el realismo del trabajo y su asunción sencilla, constante y responsable; la aceptación de una oración sobria sin sentimentalismos, etc. Todo esto ayuda de una forma impagable a la formación de la persona. La vitalidad de una comunidad debe sustentarse en una formación continua entendida como “conversión” de vida que le haga experimentar en sí misma el calor del Espíritu e invite a otros a participar de él. Debe ser una formación que comprometa, que vaya al núcleo de la persona, que es lo que la sostendrá en los momentos de crisis. Pero para ello, los formadores han de haber entrado ellos mismos en el proceso de transformación interior, pues difícilmente se puede transmitir lo que no se tiene. Necesitamos una formación sólida a todos los niveles para afrontar los desafíos que nos esperan. El papel del superior/a en esta formación es esencial, pues a él le toca dinamizar la comunidad desde su centro y actuar como vidente que percibe la verdadera situación comunitaria. Animar a los hermanos/as, asumir la responsabilidad de las cosas, discernir y poner en práctica las medidas necesarias. Cuando hay confianza entre él y los hermanos, será más fácil ayudarles a llamar a las cosas por su nombre y animarles a la conversión. Su ejemplo de vida será una de sus principales fuerzas a la hora de animar a una comunidad. Apertura y compartir: Laicado monástico Los carismas recibidos son para la comunidad. Todo don recibido es para el bien común y está llamado a ser compartido. Si decimos que nuestro mundo está muy secularizado, motivo de más para ofrecer nuestras casas, compartir nuestra liturgia y oración con aquellos cristianos que han de vivir su fe en un contexto no tan sencillo como antaño. Y en este sentido de compartir el carisma, se puede observar el deseo de no pocos laicos de beber en las fuentes de nuestra espiritualidad monástica, que busca en lo esencial del corazón humano y del corazón de Dios. De hecho veo que en esta asamblea casi el 20 % son laicos. A lo largo de toda la historia siempre han existido laicos alrededor de los monasterios, participando de una u otra forma de sus vidas. Incluso ha habido “terceras órdenes”. Pero lo que hoy se suscita quizá esté en otro ámbito más global y menos “paternalista”. El concilio Vaticano II resaltó la visión de una Iglesia como comunión eclesial, comunión de carismas para el bien común. En ella el papel del laicado debe ocupar un lugar más importante. En esa línea, nuestros pastores nos han invitado a compartir un mismo carisma entre los religiosos y los laicos más allá de un Aarrimarse@ de éstos a aquéllos. Así nos lo dice la exhortación apostólica Vita Consecrata, 56 y Juan Pablo II a la Familia Cisterciense en su IX centenario: AOs animo también según las circunstancias a discernir con prudencia y sentido profético la participación en vuestra familia espiritual de fieles laicos bajo la forma de miembros asociados, o … una participación temporal de vuestra vida comunitaria y de su compromiso en la contemplación, a condición de que la identidad propia de vuestra vida monástica no sufra por ello@. Esas palabras de la Iglesia nos invitan a ir más allá de una simple colaboración en obras apostólicas o caritativas, como suele suceder en las congregaciones de vida activa. Es algo que brota de la vida de una forma más existencial. Llaman a la puerta y los de dentro pueden abrir o no, así como pueden determinar diversos niveles de compartir. San Benito pone puertas a su monasterio. Quiere proteger una planta tan delicada como es la vida monástica. Pero sabe discernir. Las puertas nunca serán un obstáculo para la entrada del Espíritu del Señor, pues de él vive la comunidad. Por eso, la Regla pide que cuando uno llama al monasterio se le reciba y se discierna su presencia. Pues bien, nosotros nos podemos encontrar como San Pedro cuando impulsado por el Espíritu fue a visitar al centurión Cornelio, Ahombre justo y temeroso de Dios@, aunque no judío ni cristiano. Y Pedro comienza su discurso en la casa de Cornelio: Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse o entrar en casa de un extranjero; pero…¿Se puede negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros? (Hch 10, 28-47). Es el desconcierto que brota cuando uno percibe que hay laicos que se sienten “identificados” con el propio carisma monástico, sin pretender dejar su vida secular. ¿Y si el Espíritu ha decidido dar también a “otros” sin consultarnos parte del carisma que hemos recibido? Creo que lo más sensato es, entonces, discernir, discernir y discernir, para saber acoger sin destruir lo propio ni lo ajeno. Sólo los profetas ven el brote que surge en la frondosidad de un árbol que lo tapa y lo produce. Es pequeño, pero importante. Surge del árbol, pero es nuevo. Así sucede también hoy. Así todo nuevo nacimiento debe brotar de la frondosidad del árbol que es la Iglesia y nuestra tradición monástica. Pero también ha de llevar el marchamo de nuestra cultura, con sus luces y sus sombras, para poder ser signo que ilumina el camino. Hoy vivimos a nivel social en una cultura de enfrentamiento entre lo Asagrado@ o religioso y lo racional o secular; y a nivel eclesial una tensión entre lo clerical y laical, lo normativo-dogmático y la experiencia espiritual, la defensa de la propia identidad y la apertura a lo diferente. Al mismo tiempo, tanto dentro de la Iglesia como entre muchos laicos apartados de ella, se clama por una experiencia personal de oración, canalizada frecuentemente por métodos de tipo oriental que convocan a buen número de personas creyentes y no creyentes. La relación monjes y laicos bien puede ser una respuesta larvada a todo eso. En ella se rompen barreras y se cultiva una comunión necesaria. Al mismo tiempo puede manifestar de forma más significativa que lo Asagrado@ no es patrimonio exclusivo de los monjes, ni la vida monástica es ajena a lo secular. ¿Sería una locura pensar que monjes y laicos pueden hacer un camino común de algún modo? Un camino que debemos ir descubriendo. En eso mismo radica su belleza y su interés, pues nos hace poner a prueba las características de nuestra espiritualidad monástica. A fin de cuentas el origen de la vida monástica fue laical. )Nos puede extrañar entonces que los laicos se sientan identificados con los valores de la vida monástica? CONCLUSIÓN El tiempo que estamos viviendo es un tiempo difícil, pero al mismo tiempo un tiempo de salvación; el Señor sigue en medio de nosotros. Estamos en camino y nos surgen dudas, nos sorprenden las cosas que vemos aparecer ante nosotros, nos exige creatividad para afrontarlas y también experimentamos el cansancio. Pero no se trata de buscar “culpables” para descargar nuestros miedos e incertidumbres. Muchas comunidades de corte más tradicional ven como se apagan. Muchas otras que han querido dar una vuelta al calcetín al propio carisma les sucede lo mismo. Hemos de estar atentos a esos modos eclesiales que pueden resultar hoy más atractivos, pues podemos y debemos estar siempre abiertos a aprender. Igualmente hemos de escuchar lo que otros nos dicen con su alejamiento desilusionado de la Iglesia. De nada vale perder energías buscando culpables. Tenemos un tesoro que ofrecer y debemos trabajar por conocerlo, amarlo y sentir el deseo de transmitirlo haciéndolo atractivo a los que lo buscan aún sin saberlo o, lo que es peor, buscan en otras fuentes pensando que en la Iglesia no lo pueden encontrar. Lo deseamos, es verdad, pero eso no basta, como no le basta al joven idealista desear ser ingeniero para serlo realmente si no pasa por el duro trabajo del estudio. Nuestro trabajo es el del propio corazón, el trabajo de conocimiento personal y una vida de fe y de oración. Nuestro trabajo es la comunión en nuestras comunidades, haciendo de ellas lugares de amor, de buenas relaciones, de apoyo crítico, de perdón estimulante, ayudando a crecer a cada hermano/a como persona. Nuestro trabajo es el esfuerzo de apertura para conocer y acoger a los hombres de hoy, a las nuevas sensibilidades espirituales, conociendo primero la nuestra para no entrar en el diálogo de la confusión. Nuestro trabajo es compartir con los cristianos el don recibido sintiéndonos Iglesia y viviendo con la Iglesia, siendo lugares de referencia orante. Nuestro trabajo es estar abiertos a todo lo humano, especialmente a sus expresiones más dolientes, viéndolo todo con un corazón solidario y comprometido, como lo hizo Aquél que siendo de condición divina se hizo uno de tantos por amor al ser humano. Y si hacemos nuestro trabajo, entonces todo estará bien, seamos muchos o pocos, jóvenes o ancianos. Dios, que mira el corazón, sacará el fruto que tenga que sacar. Cualquier otro cálculo humano o pretensión de grandeza, sobra. MESA REDONDA 1. Dios continúa llamando a la vida monástica. En la nueva cultura en que estamos sumergidos, ¿cómo percibes la respuesta, entre los jóvenes y no tan jóvenes, a esta llamada? Aunque será una respuesta simplista por falta de tiempo, yo distinguiría tres momentos: la respuesta inicial de la “juventud” al estilo de vida monástico, la respuesta cuando entran en el monasterio y la respuesta cuando van pasando los años. En el primer caso más general (“la respuesta de la juventud”) observo que casi no hay respuesta porque no les llegan las preguntas. Si yo no oigo la pregunta difícilmente puedo responder sensatamente. Quizá la pregunta se haga, pero puede que yo no sepa que se me está haciendo una pregunta. Este es el problema principal. No somos una verdadera pregunta para los jóvenes. Es verdad que a veces la sociedad nos pone “sordina” presentando una imagen negativa de la Iglesia y nuestra vida, pero a nosotros nos toca hacer la pregunta. Esa pregunta se hará sola si presentamos a los jóvenes un estilo de vida interesante y alternativo, un estilo de vida que tenga profundidad espiritual, que sea atractivo en las relaciones fraternas, que busque la verdad en una simplicidad de vida y oración, que sea humilde no pretendiendo saberlo todo, que esté abierto a acoger con apertura a la cultura de nuestro tiempo, pero también que sea capaz de ofrecer algo. Y esa pregunta se hará si nos hacemos presentes en su vida, ofreciendo dejarnos conocer y compartir. Y no nos preocupemos, que el “producto” que ofrecemos es de alta calidad, aunque seamos un poco torpes en su manejo. La respuesta cuando entran en el monasterio es un auténtico reto para ellos y para el maestro/a, pues hay una gran diferencia según la edad de entrada, la propia historia y su situación social y laboral. Suele haber muchos ideales que pronto se topan con la dura realidad. Primero la realidad personal, cuando se descubre lo mucho que cuestan ciertas cosas a una juventud amorosa pero con poca resistencia (en el ámbito del conocimiento personal y enfrentamiento consigo mismo, en el ámbito de las observancias o costumbres comunitarias, en el ámbito de las relaciones fraternas). Y no es tanto porque no tengan fuerzas, sino porque no entienden que haya que esforzarse demasiado, ya que entran en el monasterio “para ser felices”. Es ahí donde se necesita un gran trabajo formativo y de acompañamiento, dando motivaciones al novicio que le lleven a ver que merece la pena el esfuerzo y la entrega de sí mismo. No podemos caer en la tentación de fáciles paternalismos que están demasiados preocupados en los miedos de la propia comunidad a no tener vocaciones. Es posible que pronto sientan cierto desengaño y vean que no hay “maestros espirituales”. Esto puede ser un toque de atención para nosotros y una gran trampa, precisamente porque tiene parte de verdad. Es una gran trampa porque, con frecuencia, es una justificación del novicio para no responder a las situaciones difíciles. La respuesta en el tiempo es quizá la más dura, pues la perseverancia en la búsqueda es algo que hoy cuesta mucho, máxime cuando no se ven resultados inmediatos ni en la comunidad. Es un gran reto para el formador hacer comprender y amar la presencia de Dios en lo cotidiano de la vida, la búsqueda del Absoluto en lo precario que tenemos delante. 2. A partir de tu experiencia, ¿qué medios utilizar para hacer un buen discernimiento? Para mí lo más importante es ver la motivación que tiene quien llega al monasterio. Más allá de la claridad de ideas me interesa su motivación, por qué viene, qué le mueve a ello y qué busca. Quizá todo eso esté un poco difuso, pero al menos tiene que haber receptividad a la acción del maestro y la misma vida monástica para que salga a la luz. Considero esencial la figura de Jesús de Nazaret. No me vale la búsqueda simplemente de una experiencia espiritual o de una vida comunitaria o de alcanzar un equilibrio en la vida. Hoy vienen con la confusión de nuestro tiempo, pero deben estar abiertos a clarificar unos pocos puntos esenciales. Si han de llegar a la mística de la nada o a una experiencia transpersonal, deben hacerlo por el camino cristiano. El medio a utilizar para el discernimiento es el acompañamiento, la observación, el día a día de la vida comunitaria, el trabajo. La vida monástica es formadora en sí misma y ayuda a clarificar las intenciones profundas del candidato, modelándolo cuando se abre (en lo bueno y en lo malo). Pero no podemos olvidar que una vocación no es una realidad acabada sobre la que podemos escoger los mejores. Toda vocación es un diamante en bruto que el maestro debe ayudar a pulir por la acción del Espíritu. De ahí que me importen más las intenciones del corazón que los logros o las apariencias. 3. ¿Cómo realizar el acompañamiento durante y después de la formación? Acompañar es escuchar la acción de Dios en el formando. Darle luz en su camino. Animar, orientar y, a veces, corregir. Acompañar es vivir una paternidad espiritual, un largo parto espiritual, por lo que lo debemos acoger con sumo respeto y entrega. Durante la formación creo que el acompañamiento debe ser periódico, intentando dar prioridad a las inquietudes del formando, pero al mismo tiempo procurando tocar todos los campos, aunque él no los saque. Ayudar a descubrir las pasiones que hay en él para abrazarse en lo que es y abrirse al trabajo de la gracia en él. Saber que es un trabajo y saber que es un don; saber que ese trabajo tiene un por qué y saber que tiene una finalidad, son cosas que pueden ayudar para ir más allá del “me encuentro bien o me encuentro mal”. Con frecuencia en el acompañamiento nos damos cuenta que nos faltan herramientas. Creo que cierta ayuda externa (psicólogos) puede ser útil para orientarse el mismo formador, pero nunca quedarnos en un simple camino psicológico. El papel de la comunidad también es crucial y, a veces, genera serios problemas para el formador, al menos algunos hermanos. Pero el acompañamiento se hace desde lo que hay, no desde lo que no hay. Es mejor enseñar a caminar que ofrecer un camino de rosas que la vida no suele dar. Yo siempre les decía a los novicios que prefería tuviesen todas las crisis posibles en el noviciado, aunque supusiera gran trabajo para mí. El acompañamiento después de la formación es más complicado, pues dependerá mucho del convencimiento que tenga el hermano de que eso es bueno para él. La experiencia me dice que no podemos gloriarnos mucho en este campo, aunque es sumamente necesario para poder vivir en verdad.