Conocernos para amar y amarnos “Conócete a ti mismo”es una expresión que viene de antiguo, del mundo griego anterior al cristianismo, pero que fue tomada por éste y por nuestros padres cistercienses, si bien con significado algo distinto. “Conócete a ti mismo” es un buena expresión que puede definir el camino monástico no como un ensimismamiento ni como una simple curiosidad, sino como parte de una frase que concluye: “y conocerás a Dios”…. y no dañarás inútilmente a tus hermanos. Dios es totalmente otro. Dios no es nada de lo que nos podamos imaginar. ¿Dónde poder buscarlo entonces? Decimos que somos su imagen, decimos que él deja destellos de su presencia en la obra de sus manos y su providencia todo lo abarca. Afirmamos también que toda experiencia de Dios es un don gratuito, más allá de todo sentimiento, concepto o idea que podamos concebir. Es una realidad profundamente espiritual y sólo el espíritu es capaz de captarla. Pues bien, nuestro camino espiritual lo hacemos con lo que somos y desde lo que somos. A Dios no lo podemos atrapar, pues siempre nos supera, pero nosotros sí que nos podemos conocer y trabajar a nosotros mismos. De hecho, si no me encuentro conmigo mismo, con todo lo humano, difícilmente podré llegar a un verdadero encuentro con Dios. Por eso es tan importante hacer luz en nuestras vidas, siendo conscientes y lúcidos de lo que vivimos, detectando nuestras verdaderas motivaciones y también nuestros bloqueos, dificultades, carencias, miedos, necesidades, … Entrar en nosotros mismos, acceder a nuestro verdadero yo, vivirnos en armonía, nos ayudará a tener unas relaciones positivas con los demás. La percepción que tengamos de nosotros mismos es determinante a la hora de relacionarnos con los demás. Hoy todo esto ocupa un lugar muy importante en la espiritualidad. Ya no hay un planteamiento simplemente vertical, sino que la experiencia de Dios se plantea unificada con nuestra realidad personal y social. Aunque Dios está presente en todo y todo puede tener un valor desde el Espíritu, ya no basta con mandar al hermano/a al sagrario para solucionar su problema de aceptación o relación. Nuestro desconocimiento personal nos lleva en ocasiones a ser injustos con los que nos rodean, cargando sobre ellos nuestros propios conflictos internos. Cuando no nos conocemos es muy fácil proyectar sobre los demás lo que está desajustado dentro de nosotros. Es una práctica antigua la de cargar los pecados del pueblo sobre un chivo expiatorio para sentirnos más liberados. ¡Y cuánto dolor experimentan esos chivos expiatorios! Cuando nos conocemos, quizá nos sorprenda la cantidad de cosas que no son verdaderamente nuestras, sino reacciones “postizas” que denotan alguna precariedad personal que nosotros somos los primeros en sufrir. Nuestro conocimiento personal nos permite aceptarnos y amarnos, lo que nos lleva también a tener unas relaciones más ajustadas con los demás y vivir la experiencia de Dios de una forma más unificada. El saber dónde están nuestros límites y carencias, nuestros “fantasmas”, filias y fobias, el trabajo por adquirir un equilibrio emocional o una ordenación en los afectos, son aspectos que nos facilitan el camino de relación con los otros, dándonos “claridad” a la hora de percibir la realidad y de responder a los estímulos que recibimos o de educar nuestros sentimientos. Cuando caminamos en la oscuridad es más fácil que nos tropecemos o pisemos a otros sin querer. La claridad, por el contrario, nos facilita una correcta percepción de nosotros mismos y de los demás, nos ayuda a crecer personalmente y en comunidad, a tener la paciencia necesaria y a afrontar lo que somos y lo que nos rodea desde lo que somos. Pero no sólo es algo que nos ayuda personal y comunitariamente, sino que nos permite percibir con mayor nitidez el rastro que deja el paso de Dios en nuestras vidas y nuestra relación con él. También esto requiere de purificación si no queremos hacer del camino espiritual un refugio, algo que nos enajena de la realidad personal y comunitaria, una cómoda justificación para no afrontarnos a nosotros mismos. ¿Cuántas veces tomamos el nombre de Dios en vano? Creo que demasiadas, so capa de espiritualidad. Podemos llamar confianza en Dios a la pereza para afrontar las cosas. Podemos llamar humildad a nuestros complejos autodestructivos. Podemos llamar deseo de autenticidad monástica a nuestros miedos y vehemencia ante ciertas formas de actuar de los hermanos/as que me descolocan. Podemos llamar gozo espiritual a lo que no pasa de ser una complacencia narcisista. Bien sé que esto no siempre es así, que hay muchos que lo viven con autenticidad, pero no es menos cierto que con frecuencia encubrimos bajo la palabra “espiritualidad” otras muchas cosas que no lo son. Está claro que somos muy propensos al autoengaño. Por eso es tan importante el conocernos lo más que podamos. Conocer en lo posible cuáles son nuestros miedos ocultos, nuestras necesidades, nuestras tendencias, nuestras “ilusiones” o engaños, …. Probablemente muchas cosas se arreglarían con sólo conocerlas. Y probablemente muchas cosas seguirán estando ahí a pesar de conocerlas, pero tendremos más paciencia y confianza y, sobre todo, no se las cargaremos a los demás culpabilizándoles de nuestras dolencias. El conocimiento personal no debe buscar quitarme molestias, sino abordar los problemas en su raíz. La diferencia estriba en que buscar quitarse la molestia es una visión un tanto pobre y narcisista, mientras que ir a la raíz no siempre nos quita el malestar, pero sí nos permite afrontarnos a nosotros mismos. He visto con harta frecuencia sufrimientos inútiles que se espiritualizan, pero que no tienen un origen espiritual, sino más bien son fruto de las malas relaciones y la poca autoaceptación. El tener herramientas psicológicas para conocernos mejor es algo que facilita nuestro camino y lo hace más hermoso. Tener esas herramientas para vivir en comunidad es también de gran valor. Las relaciones humanas son especialmente complejas. El conocerse personalmente y el conocer la dinámica de esas relaciones, nos puede facilitar el camino y hacer nuestra vida más gozosa. ¿No es ésa una característica de la comunidad cristiana? No podemos pretender que la espiritualidad supla nuestro trabajo personal. La fe y la espiritualidad pueden dar luz, pero sólo lo harán sobre aquello que miremos, no sobre lo que decidimos dejar oculto. Todo eso es tan cierto como cuestionable es la actitud que pretende psicologizarlo todo, sin creer en la acción de la gracia que todo lo abarca y transciende. Los creyentes no podemos pretender ver las cosas desde la psicología de forma interesada, sin una dimensión espiritual que nos invite a ir más allá, a introducirnos en las razones del corazón, del amor, de la fe en la providencia de Dios. La psicología no lo va a arreglar todo, pero sí da herramientas para construir nuestro edificio. Si los problemas no se solucionan, al menos sí se pueden clarificar y podremos afrontarlos y sobrellevarlos con más lucidez. Las cosas son lo que son y no siempre tienen arreglo material. El saber afrontarlo todo con verdadero espíritu, dispuestos a hacer un camino de conversión, es lo que nos hace verdaderos monjes/as. En resumen, no hagamos de nuestra vida una ilusión ni un sufrimiento inútil. Estemos dispuestos a conocernos y a conocer a los demás, a utilizar las herramientas que la ciencia nos da, a buscar mejorar con ello nuestras relaciones. Es cierto que no hemos venido al monasterio a hacer amigos o a ser superficialmente felices, pero sí estamos llamados a vivir la amistad, el amor gozoso de la unidad e irradiarlo en una vida profundamente feliz. La luz del Espíritu y nuestra apertura a la conversión iluminan y posibilitan este camino que, sin duda, nos lleva a Dios.