SANTOS FUNDADORES
Los primeros cistercienses marcharon a la soledad. Un camino elegido libremente para alcanzar una meta. Nada de discursos vacíos y remolones como el que actúa movido por la obligación. A nuestros antepasados les movía un deseo, una meta. Para esa meta buscaron y se marcharon a la soledad que les permitiese poder escuchar la palabra de Dios sin interferencias añadidas; esa soledad donde dice el profeta que Dios nos lleva para hablarnos al corazón. Una soledad que, si bien no era absoluta, sí que se presentaba como una realidad profundamente espiritual que era sostenida por un entorno propicio. La soledad donde tener la experiencia de una alianza del todo asimétrica, y no sólo por la distancia que hay entre Dios y el hombre, sino porque se va a producir precisamente cuando más conciencia tenemos de nuestra indigencia, de lo que realmente somos y podemos. El desierto y la vida comunitaria se encargarán de descubrírnoslo. Cuando han cesado los entretenimientos y la fogosidad de nuestra fuerza, haciéndonos experimentar nuestro no poder. Para nuestros primeros padres cistercienses, más dura que la soledad elegida por ellos, fue la soledad que les deparaba la Providencia, la soledad de verse sin seguidores. Pues la soledad y pobreza abrazada por propia voluntad encierra cierta riqueza y enorgullece, mientras que la que llama a nuestra puerta sin ser reclamada, suele ser más dolorosa, pero también más auténtica cuando se la abraza. A los primeros cistercienses, se nos dice, les llevó casi hasta la desesperación. La soledad es el lugar donde podemos conocer lo que hay en el propio corazón, asumir las luchas que surgen en la vida comunitaria al permitirme descubrir lo que hay verdaderamente en mi propio corazón, trabajar por el don de la unidad que no es otra cosa que la vivencia del amor.
En tiempos de Esteban Harding las fundaciones se fueron multiplicando. El santo abad, inteligente y experimentado en la vida comunitaria, bien sabía que las dificultades que surgen en el seno de la comunidad pueden trasladarse fácilmente al conjunto de las comunidades, pues éstas y sus abades son caminantes sujetos a un ego profundo que les puede llevar a dañar la caridad. Para mantener la unidad en el futuro, Esteban se anticipa y escribe su carismática “carta de caridad”. Efectivamente, el lazo que mantiene la unidad no es otro que el del amor. Los pactos, el equilibrio de fuerzas, las relaciones diplomáticas, etc., son habilidades humanas necesarias para posibilitar la armonía de un grupo o la paz social, pero sólo el amor produce la unidad. De ahí que se nos recuerde: “No debáis más que amor”. Todo débito es una injusticia si se consolida, pues la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde. El amor, sin embargo, es insaciable. La necesidad que tenemos todos de amor nunca se colmará. Nuestra capacidad de amar puede ser una fuente constante de vida o una frustración profunda si no abrimos sus puertas para que se derrame continuamente.
Y es aquí donde Guillermo de S-T nos viene a animar a hacer un camino de amor y unidad. Me ha resultado muy esclarecedora esa expresión que nos recuerda tomándola del salmo, dice: “el amado del amado”. Expresión que especifica lo esencial de la unidad. El amor no tiene razones para amar. Cuando amamos teniendo motivos para ello, aún no hemos ido más allá de corresponder a algo recibido, correspondencia comercial o acto de justa retribución. Es cierto que éste puede ser un buen inicio, pero el amor va más allá. Del motivo para amar se pasa a amar sin motivo. Esto sucede cuando pasamos de las cosas a la persona. Dejo de amarte “por” para amarte simplemente. Entonces entro en otra dimensión. Amar a alguien es acogerle a él y todo lo suyo. El ser al que amo tiene también sus preferencias. Esas preferencias son las cosas que él mismo ama. De tal forma que nosotros estamos llamados a amar lo amado del amado. Es decir, que si el amado ama a otro, yo veo a ese otro como “el amado del (mi) amado”, y lo amo en él. Amo lo que mi amado ama en la misma persona del amado.
El Padre ama al Hijo y se ama en el Hijo, como el Hijo ama al Padre y se ama en el Padre. Nosotros hemos sido invitados a entrar en ese amor: “Así como el Padre me ha amado, así os he amado yo”, dijo Jesús. Es decir, que somos amados por el Padre en el Hijo, pues somos los amados del amado del Padre. Y lo mismo sucede respecto al Hijo. Si nosotros entramos en esta espiral descubriremos que nos amamos en Dios, pues si amamos a Dios amamos a los que Dios ama, y Dios me ama a mí, luego yo me amo en Dios, lo que hace del amor a mí mismo algo libre de egoísmo. El amor comienza por uno mismo, decimos, y es verdad. Pero el amor se puede quedar en mero narcisismo y no pasar de soberbia bravata si no se haya el camino del amor a sí mismo fuera de sí mismo.
San Bernardo es lo que nos dice también cuando en los grados del amor a Dios pone en su cumbre el amarnos a nosotros mismos por él, o lo que sería más exacto: amarme reconociéndome a mí mismo en él, lo que es el culmen del amor de amistad, cuando me veo reflejado en la persona que amo y tan unida a ella que en ella me amo. Experiencia imposible de tener plenamente con persona humana alguna, pues siempre hay una barrera física en nosotros que sólo en el ámbito del espíritu podemos llegar a superar.
Aplicado a nuestra relación con los demás también nos ilumina cuál es nuestro tipo de amor. No tiene sentido amar al hermano “por Dios”, como si fuese una carga pesada, un tributo que hemos de pagar al mismo Dios: sobrellevar la carga del hermano. Sin duda es costoso sobrellevar la neuras de los demás, sobre todo a los inicios (y hay personas que se pasan la vida en los inicios), cuando no se ha dado el salto a vivir en el amor. Nuestro amor fraterno es algo más que soportar pacientemente. El amor fraterno es un amor “en Dios”, reconociendo al hermano en él, como el amado de mi amado. Es entonces cuando llegamos incluso a descubrir a Dios en el mismo hermano, pues Dios mismo se transforma en el amado de mi hermano amado. Esto se da en una amistad verdaderamente espiritual, haciendo a Dios el centro de los amigos, donde nace su amor y donde cada uno se encuentra en el otro y a Dios en ellos.
Esta es la clave de la verdadera unidad en toda comunidad cristiana y monástica que desee vivir en Dios y desde Dios. El hermano deja de ser visto como un diferente, un contrincante, un pesado que soportar, para comenzarnos a vernos como una sola cosa en el amor de Dios que nos embarga. Quizá entonces sobrepasemos más fácilmente el inevitable dolor de nuestros roces, viéndonos como realmente somos y no juzgándonos por cómo nos sentimos en nuestra diversidad y errores.