CORPUS CHRISTI (10.06.07) Hoy habrá una manifestación a las 11,30. Nos reuniremos en la capilla, desde donde se iniciará el recorrido a través del claustro plateresco, para concluir de nuevo en la capilla. Al terminar no habrá declaraciones, pero sí se dejará expuesto el motivo de la manifestación para que todos manifestemos nuestra adhesión en silencio. Algo así podríamos decir para referirnos a la fiesta de hoy en nuestro tiempo moderno, donde todo el mundo entiende para qué es una manifestación y se apunta con facilidad a ellas. A fin de cuentas la manifestación es un lugar de encuentro, una posibilidad de decir lo que pienso y comprometerme con ello. Hay manifestaciones reivindicativas y las hay gratuitas. La manifestación de hoy es gratuita, manifestación del «orgullo cristiano», podríamos decir. Corpus Christi: día en el que celebramos una manifestación, vamos a la manifestación y nos manifestamos. Tres realidades necesarias: el motivo, la acción y el compromiso. Estar en una manifestación sin saber de qué va, ni sentirse implicado en ella, no pasa de ser una actitud borreguil, actuando como un “rebaño” que es llevado de aquí para allá, quizá por interés de alguien. Es lo que nos puede suceder si no somos conscientes de lo que hoy celebramos, limitándonos a ir como fiel grey en procesión. En la última exhortación papal Sacramentum caritatis sobre la eucaristía, se nos dice que la eucaristía es un misterio que se ha de creer, que se ha de celebrar y que se ha de vivir. Por eso hablo de una manifestación en la que creemos (fe en el misterio eucarístico), a la que vamos (celebración comunitaria) y en la que nos manifestamos (caridad) Corpus Christi o Cuerpo de Cristo en la eucaristía. En eso creemos. El amor de Dios se ha manifestado en Jesús de Nazaret. Toda su vida, toda su obra, es signo de ese amor. La gente pregunta a Jesús qué es lo que deben hacer para agradar a Dios, a lo que Jesús responde: “lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquél que él ha enviado” (Jn 6, 29). Y ese amor de Dios se ha querido manifestar perennemente en medio de nosotros en la eucaristía. En la eucaristía se hace presente el cuerpo glorificado del Señor, ese cuerpo al que todos nosotros pertenecemos formando en la comunidad eclesial una sola cosa con él. Quien crea en esta manifestación divina de amor y unidad que venga a ella. Nos manifestamos como una sola cosa, como una sola cosa es el cuerpo que une a todos sus miembros. Todos juntos alrededor de nuestra cabeza, el Señor glorificado, siendo esto motivo de gran celebración. Manifestamos esa fe todos juntos porque no queremos ocultar lo que creemos. Manifestamos nuestra fe porque nos sentimos gozosos de ello. Manifestamos nuestra fe en la eucaristía porque nos sabemos una cosa en ella, reconociendo ahí el pan bajado del cielo que el Padre nos da (cf. Jn 6, 32). Esto es lo que manifestamos sin hacer caso a los que no creen o lo ridiculizan; sin sentirnos frenados por los que confunden el misterio celebrado con ritos vacíos; sabiendo que hay muchas formas de celebrar nuestra fe más o menos sobrias o vibrantes, pero que ésta es válida cuando brota de una celebración eucarística como exuberancia de gozo y de fe. El cuerpo expresa lo que el espíritu vive, por eso nos ponemos en camino, expresando así el camino de nuestra vida, siempre alentada por la presencia del espíritu divino en medio de nosotros. Y es en nuestra vida en la que debemos manifestar lo que creemos y somos, pues sólo así seremos creíbles y otros se sentirán atraídos a manifestarse al reconocer la manifestación de Dios en nosotros. Por eso la Iglesia celebra en este día el amor fraterno. Un amor que no sale de sí es simple ensimismamiento. Un amor que no busca la unidad uniéndose a los otros y trabajando por construir la comunión, no pasa de ser un ejercicio autista de egoísmo. “El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por él. Así también, el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57), nos dice de nuevo Jesús. Ese “vivirá por mí” nos recuerda el cuarto grado del amor a Dios de San Bernardo. Pasamos de un amor a nosotros mismos por nosotros mismos, buscando la vida en nosotros, a un amor a nosotros por Dios, encontrando nuestra vida en Dios. Es por ello que la caridad cristiana necesita pasar por esa experiencia transformadora que encuentra en el pan de vida la propia vida, capaz de dar vida unida al misterio del amor de Dios revelado en Jesús y abierto a todos. Pan de la eucaristía y pan de la caridad no pueden estar separados para el cristiano. El pan del cielo se nos da, ¿para qué? Para alimentarnos y hacernos uno con él, transformándonos nosotros mismos en pan que alimenta. Pero no en cualquier tipo de pan, sino en pan eucarístico. Ese pan que se sustenta en la fe en el Dios de Jesucristo. Ese pan que une los diversos granos una vez triturados, pasando de la pequeña y dura individualidad del grano a la maleable harina donde todos se unen, capaz de dejarse amasar, capaz de hacerse un solo pan trabajado como un solo ser y cocido todo él para que pueda alimentar. ¿Qué otra cosa es si no el milagro del amor que une lo diverso, siendo verdadero alimento de vida? Podemos alimentar a otros con nuestros panes, con aquello que tenemos, en un gesto altruista y solidario. Pero podemos también alimentarlos haciéndonos nosotros mismos pan que se entrega con lo que somos y tenemos. Sólo así, unidos al misterio de amor de Cristo que nos da a conocer al Padre, seremos pan eucarístico. Por eso en el día del Corpus Christi queremos resaltar esa inseparable unidad entre el pan de la eucaristía y el pan de la caridad. El pan eucarístico “bajó del cielo”. Expresión que nos dice algo sobre cómo debe ser nuestro amor cristiano. Es fácil tratar de acampar en cualquier felicidad celeste, sea real o imaginaria. Pero no hizo eso el que se nos ofreció como pan del cielo. El término “bajó” indica dos cosas: se puso en camino y descendió a los que le necesitaban, fuese llamado o no. Ante todo se trata de una actitud vital. Una predisposición y una mirada atenta. Predisposición a donarse ahí donde se me pida. Mirada que sabe descubrir dónde hay hambre para ser saciada. Dormirnos en un ensimismamiento personal o religioso es dejar que el pan se endurezca y se pierda. Juzgar el pan de los otros o compararnos a ver quien da más panes o cómo lo hacemos, puede transformarse en dar granos de trigo duro en lugar de panes amasados y cocidos, granos tan llenos de ego que terminan indigestando al que los come y desvirtúan la harina en la que ellos mismos se encuentran. La eucaristía es también “acción de gracias”. Sólo podemos dar gracias cuando nos hemos sentido agraciados. Ser alimentados, sentirnos amados de Dios, vivir el gozo de la unidad, son las mayores gracias que podemos recibir, motivo suficiente para ser agradecidos. Vivir la eucaristía es hacernos nosotros mismos motivo de acción de gracias con nuestras vidas. No busquemos allende los mares, no hagamos planteamientos atractivos que nunca llegamos a realizar. Empecemos por descubrir lo que somos, lo que hemos recibido, haciendo de nuestras vidas donación para los que nos rodean, atentos a los que pasan por nuestro camino o llaman a nuestra puerta, y siempre dispuestos a responder a esa moción interior que pudiéramos recibir y que nos puede estar llamando a proyectos más ambiciosos. La historia de la Iglesia está llena de discípulos aventajados que han sabido reconocer el pan bajado del cielo, que se han alimentado de él y que se han hecho panes a sí mismos en los lugares más hambrientos, lejos o cerca de donde se encontraban. ¿Vamos a ser nosotros menos? Vayamos a la manifestación de las 11,30 sin hacer de nuestra vida una farsa.