SANTÍSIMA TRINIDAD 2007 (02.06.07) Como todos los años, en este día la Iglesia quiere recordar el don de la vida contemplativa. No cabe duda que desde antiguo este estilo de vida ha gozado de gran estima, no sólo en los documentos oficiales, sino en el mismo pueblo cristiano y, creo, entre todos aquellos que saben valorar las cosas. Más allá de la utilidad o inutilidad de nuestra vida (¿qué hacéis?, ¿para qué vale vuestra vida?), hay una intuición que ha prevalecido: una vida que se enfrenta con el propio silencio y con el silencio de Dios es una vida que tiene que tener un misterioso valor. Algunos lo verán como un “recurso” para atraerse los favores del cielo o la buena suerte, pero otros lo valorarán como un lugar ideal donde poder abrir el propio corazón, encontrar cierto consuelo y paz o enfrentarse ellos mismos con su más profunda experiencia religiosa y de silencio. Puede que nosotros nos sonrojemos, pues decimos lo del pez: esto en lo que estoy sólo es agua y yo busco la inmensidad del océano. Sin duda que hay mucha mediocridad entre nosotros y debemos trabajar por empeñarnos más sinceramente con lo que hemos abrazado. Pero también es cierto que en la sencillez y equilibrio de nuestra vida, en la relación intensa de una vida comunitaria, en los momentos de silencio y oración, así como en el sentimiento de vacío y pérdida que todos tenemos, está escondida la posibilidad de una experiencia de poco relumbrón, pero de gran profundidad. Una experiencia que se nos va imponiendo aún sin buscarla. Una experiencia que constatamos con el paso del tiempo y que va realizando una transformación en nuestro propio interior; algo que se palpa al ver cómo cambiamos la valoración que teníamos ante las cosas, las personas, los acontecimientos, nuestras expectativas, la valoración de nosotros mismos, el sosiego interior, etc., etc. Como las piedras que se meten en un saco agitado, que terminan puliéndose aún sin ellas pretenderlo. El lema que este año ha escogido la conferencia episcopal española para el día de la vida contemplativa es: “Un silencio elocuente. Los contemplativos, lenguaje de Dios”. El silencio no siempre es elocuente. El silencio puede ser muy aburrido cuando estamos verdaderamente vacíos e inquietos. El silencio puede ser irritante cuando esperamos otra cosa como una respuesta no recibida. Pero el silencio es elocuente cuando es abrazado positivamente, cuando tiene un fin y es un vehículo que nos llena, que nos transmite un mensaje. “Elocuente” significa que es capaz de hablar de modo eficaz, deleitando, conmoviendo y persuadiendo. La elocuencia del silencio en nuestras vidas radica en la actitud contemplativa del que cree en una presencia, del que cree en el lenguaje del espíritu, del que cree en un lenguaje no verbal que todo lo abarca. Curiosamente los años parece que hacen valorar más el silencio como algo que nos hace estar presentes con nosotros mismos y con todo. La inquietud del hacer va ocupando un segundo lugar. Las cosas se hacen porque hay que hacerlas, porque son una expresión de nuestra donación personal, porque son necesarias para vivir y relacionarnos, porque debemos ir avanzando en todos los aspectos de la vida, embarcados como estamos en continuar la obra creadora de Dios. Pero se comienza a actuar desde el propio centro. Sin las angustias del hacer, de que el tiempo se acaba, de que hay que abarcarlo todo. El propio centro nos hace intuir que el tiempo y el espacio son una fabricación de nuestra corporeidad y finitud. En el propio centro hay silencio y paz. Es el lugar donde todo se halla, donde todo mana y donde todo encuentra su subsistencia. Es el lugar donde las lenguas se unen, y por ello quizá el silencio sea el idioma más universal, idioma que no sólo “hablan” las personas de los cinco continentes, sino también los animales y todos los seres; hasta el mismo Dios, parece indicarnos el lema de hoy. Y como sólo podemos entender al otro si hablamos su idioma, el silencio nos da esa oportunidad de escucha y locuacidad universal. Pero cuando eso no sale de dentro sólo lo vemos como una prohibición, una restricción, un motivo de acusación para con los demás, una norma que sirve de arma arrojadiza para usarla en el momento oportuno. Libremente hemos venido al monasterio para algo. Se nos invita a hacer un camino, no a acomodarnos en una residencia. En este camino elegimos las botas adecuadas, el bastón propicio y llevamos lo imprescindible en la mochila para que no nos pese demasiado. Ningún caminante dice: me prohíben llevar esto y esto otro, sino que soy consciente que aunque todo me está permitido, no todo me conviene para hacer este camino. Hacer de nuestra casa un lugar adecuado para realizar el camino al propio centro supone que debemos hacer opciones personales y comunitarias que nos lo favorezcan. Saber combinar el conocimiento y la información con el silencio requiere estar tan centrados como necesario es para hacer de nuestra palabra y de nuestro silencio algo igualmente elocuente. El silencio es vacío. Un vacío no vale para nada y la naturaleza lo rechaza. El vacío sólo tiene valor cuando espera ser llenado, cuando es capacidad de algo. Igualmente el silencio sólo tiene valor cuando busca ser llenado, es decir, cuando surge en alguien que ama y espera a aquél que ama, su palabra, su mensaje. El silencio es, en el fondo, una espera de lo que se ama. Y toda espera es anticipo en la mente y en el corazón. Se anticipa aquí lo que se espera recibir y abrazar. Y es una espera que no defrauda cuando hay amor. Es por ello que el permanecer en el propio silencio o vacío es ya un acto elocuente de amor y presencia. Pero somos nerviosos, necesitamos estar ocupados y entretenidos. Todavía no hemos dado el salto al tú en mí, por lo que salgo de mí buscando un tú al que abrazar y que parece correr sin parar, pues al estar en mí corre en la medida en que yo lo hago. Y en mi correr abrazo a muchos, pero que no son más que mi yo en ellos, mi ego en el espejo, por lo que no los encuentro verdaderamente. ¿Qué otra cosa es si no el abalanzarme sobre ellos? Pero cuando entro en mí, y ahí descanso en comunión universal, entonces me encuentro con los otros, pues dejo de abalanzarme sobre ellos para “recibirlos” re-conociéndolos. De esta forma el silencio y la soledad del contemplativo sólo tiene sentido si es un silencio elocuente y una soledad habitada, si es eco de una palabra y reflejo de un encuentro. Si esto es así, no cabe duda que seremos “significativos”, que seremos comprensibles. Esto nos debiera preocupar más que ninguna otra imagen o influencia social. Los altavoces del silencio no son ruidosos, sino elocuentes.